Voy a decirle algo aunque me parta la cara

Homilía sobre el Evangelio del 5º domingo del tiempo ordinario (lecturas)

Cuenta un compañero (y lo cuenta aquí) que un día iba en el metro y commetroo hacía frío llevaba la bufanda al cuello, con lo que no se veía a simple vista que es sacerdote. Estaba sentado leyendo un libro que se titula Creyentes y no creyentes en tierra de nadie. Iba por el capítulo titulado “Santos sin Dios”, cuando un joven se sentó a su lado. Y pasó lo que suele pasar en el metro cuando uno va leyendo un libro o un periódico, que la gente empieza a estirar el cuello para ver si pilla algo.

Al cabo de un rato, aquel joven le empezó a hablar: «Oye, ¿te puedo decir una cosa?». «Claro», le contestó, sin saber muy bien por dónde iba a salir. «Eso de santos sin Dios es imposible», dijo. Entonces, este sacerdote intentó explicarle a qué se refería el autor, pero antes de acabar el chico le interrumpió: «Yo soy creyente. Bueno, soy católico, apostólico y romano». Y, ni corto ni perezoso, comenzó a evangelizar al cura sin saber que era cura, hasta que ya cuando llegaba la parada en que se iba a bajar le dijo: «Estoy de acuerdo en lo que me dices. Soy sacerdote». Su sorpresa fue mayúscula. Resulta que al ver lo que estaba leyendo, cuando le vio leyendo el libro, pensó que era un agnóstico y se lanzó en plan «voy a decirle algo, aunque me parta la cara».

Es bueno que este chaval nos haga pensar sobre si tenemos la actitud misionera de hablar de Cristo a las personas que nos encontramos. Cierto es, que estas cosas son siempre discutibles y a menudo nos debatimos entre lo que es prudente y lo que no, lo que conviene o lo que no, el hay que respetar y demás. Y el resultado es que muchas veces concluimos este debate desaprovechando ocasiones para hablar del amor de Dios.

El Evangeliocathopic_1484655131501333-iloveimg-compressed de este domingo es buena ocasión para ello. Fijémonos. Jesús les dijo a sus discípulos (y nos dice a los discípulos de hoy): sois la sal de la tierra y la luz del mundo. ¡Ufff! No es moco de pavo. Jesucristo quiere que sus discípulos aportemos luz y sentido a este mundo. Si no nos dejáramos llevar, tantas veces, por los respetos humanos, por el qué dirán, qué pensaran, yo a mi rollo que ya tengo bastante… No somos más que nadie, eso salta a la vista. Pero hemos recibido la grandeza del amor de Dios y… ¡cómo no compartirlo!

Fijémonos en esos vendedores que te asaltan por la calle para ofrecerte un producto y te dan la paliza para que les escuches y si les das un minuto casi hasta te convencen de que lo que ellos tienen es justo lo que tú necesitas. Oye, pues, ¿acaso la sociedad de hoy no necesita a Jesucristo? ¿Es que nuestros contemporáneos no necesitan del amor incondicional de Dios? ¡Claro que sí! ¡Y más que nunca! Y seguro que si conocen a Jesús y experimentan su amor su vida cambiaría totalmente, incluso la de aquellos que piensan que lo tienen todo.

No se trata de ir a la puerta del Sol con dos carteles como los de “compro oro” para anunciar el fin del mundo, ni tampoco sermonear a la gente sin venir a cuento, sino de llenarse de Jesucristo (ojooo que nadie da de lo que no tiene) y no temer el manifestarlo a los que no creen en Dios. ¿Cómo? Estando en medio de ellos, compartiendo con ellos la vida misma, siendo natural, amando a la gente sin distinción, sonriendo, perdonando, ayudando… Cuando se tercie, sí, hablando o respondiendo, pero haciéndolo con amor y no usando la Palabra de Dios para sacudir a los demás. Todo ello para que quienes no creen, como dice el Evangelio, vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.

Los católicos hemos de tomarnos en serio algo que el Papa Francisco dice a menudo: «Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida (aquí, nº 49)».

Dicho todo esto, creo que vienen muy al pelo unas frases de la primera lectura de la misa (Is 58, 7.10): Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo y no te cierres a tu propia carne… que entonces brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía.

Vamos a pedirle al Señor la gracia de tenerle en el corazón y la valentía de anunciarle con buenas obras y palabras. La Virgen Santísima nos acompañe y nos ayude a aportar la luz de Cristo a los demás.

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