El domingo pasado tuvimos una reunión con jóvenes para preparar la Javierada, peregrinación en la que participamos este finde del 10-12 de marzo. Estuvimos hablando del propósito del viaje, el horario y cosas que llevar. Lo normal para estas cosas. Comenté varias cosas que nos ayudarían a centrar la experiencia que vamos a vivir en lo espiritual, en la búsqueda de una relación más profunda con Dios. Una de ellas era el uso del teléfono. Planteé que el uso del teléfono estaría restringido a urgencias: ni música, ni fotos, ni redes sociales ni porras en vinagre. Siempre en la mochila y sólo para urgencias urgenciosas. OMG!! Nuestros jóvenes están enganchados al móvil y a la conexión de internet como un submarinista a la botella de oxígeno. No para todos, pero para un buen número, plantear estar un fin de semana sin eso es casi como decirles que contengan la respiración tres horas y media. ¡Se mueren! Unos lo aceptaron gustosamente, a otros no les gustó la idea y algunos se callaron como diciendo «ya me las ingeniaré yo para usarlo».
Digo esto no para echar mierda sobre los jóvenes de hoy en día, y menos sobre los de mi parroquia, que son estupendos. Sino porque es un ejemplo palpable de algo que nos pasa a todos: estamos enganchados a las cosas, cada uno a las suyas. Seguro que más de una vez hemos dicho frases del tipo «si me pasa esto me da algo» o «si se rompe o falla tal cosa me muero». La última de las que le pasó a un servidor fue una vez que estaba haciendo un trabajo en el ordenador y de repente «plup» se fue todo a la porra y no tenía copia de seguridad. Casi me da un patatús. Gracias a Dios con una aplicación lo pude recuperar, pero hubo ahí unos momentos críticos existenciales en los que las glándulas sudoríparas trabajaron a destajo, el corazón tuvo que poner toda la maquinaria al 100% y no era capaz de hacer entrar el aire en los pulmones. Podemos criticar a los jóvenes por lo del teléfono y lo que queramos, pero lo cierto es que todos vivimos enchufados a muchas cosas como si nos fuera la vida en ello y muchas de ellas tampoco son tan importantes.
La Cuaresma nos puede venir muy bien para darnos cuenta de cuáles son esas cosas y tratar de prescindir de ellas. Pero, más allá de eso, hay una reflexión que es fundamental en esta época: vale, reconozco que estoy apegado, enchufado, a muchas cosas materiales prescindibles, como ésta, ésta y la de más allá. Pero, ¿estoy enchufado a Cristo? ¿Lo que alimenta mi vida es la palabra de Cristo, la oración, los sacramentos? ¿Me daría también un patatús si un día no pudiera comulgar en la misa o si un día por lo que sea no puedo pararme un rato a rezar…? ¿Lo paso mal también cuando veo que tengo que confesarme y no encuentro el momento o el cura? ¿Me fastidia ir a leer la Biblia y no encontrarla por casa? Mmmmmmm, no sé.
Cambio de tercio, pero no del todo. En el Evangelio de hoy se nos cuenta muy someramente el momento de la Transfiguración del Señor. Jesús subió a una montaña alta para orar con Pedro, Santiago y Juan. La montaña en la Sagrada Escritura siempre representa el lugar de la cercanía y el encuentro íntimo con Dios. Es lugar de oración, de estar en la presencia del Señor. Allí, Jesús se presenta a los tres discípulos transfigurado, luminoso, con el rostro resplandeciente y las vestiduras tan blancas. Pedro queda tan deslumbrado que no quiere marcharse de ahí. Resuena, además, desde lo alto la voz del Padre que proclama a Jesús como su Hijo querido, “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”, y seguidamente tienen que bajar de la montaña para afrontar lo que viene después, que no es otra cosa que la captura de Jesús y su posterior muerte (y resurrección, claro).
De alguna manera nosotros también estamos llamados a vivir una experiencia espiritual semejante: tenemos necesidad de apartarnos en un espacio de silencio para percibir mejor la voz de Dios y llenarnos de su amor y de su gracia (que es lo que les pasó a los tres apóstoles, con Pedro a la cabeza). Por eso queremos que nuestros chicos pasen un fin de semana sin teléfono (y sin otras cosas habituales) en Javier. Para que puedan tener esa experiencia. Como ya nos ha pasado en otras peregrinaciones, casi al 100% que les va a dar pena que la experiencia termine. Pero es que no vamos para quedarnos allí para siempre. Luego hay que volver a la vida. Vamos allí para volver enganchados a Cristo y con ganas de vivir en Cristo en la vida diaria, en el trabajo, en el estudio, con la gente, con nuestras propias familias, atentos a las necesidades de las personas, dispuestos a hacer la voluntad de Dios, a seguir nuestra vocación.
Si el Señor se llevó a Pedro, Santiago y Juan al Tabor y les concedió tener esa experiencia mística tan impresionante, fue para que llenos del amor de Dios pudieran afrontar lo que vendría después. Así ha de ser cada rato de oración y cada experiencia espiritual que tenemos: que, sintamos o no nada particular (que eso no es lo que hace la verdadera oración), salgamos siempre con ganas de afrontar la vida, querer más a la gente, ayudar donde se nos necesita, perdonar a quien nos ha ofendido, seguir al Señor a donde quiera que nos llame.
Esto le pedimos a Jesús hoy con la esperanza de que se realice en nuestra vida.