Homilía del 5º Domingo de Cuaresma (lecturas)
De un tiempo a esta parte, muchos pueblos de España empiezan a tener un edificio casi más importante que el ayuntamiento o la iglesia: el hogar del jubilado. A él acuden los jubilados a echar las partidas de mus, dominó, a meterse los unos con los otros por los partidos del fin de semana, fumar, discutir, presumir, bromear etc. Allí se pasan muchas tardes agradables y se crea, generalmente bastante amistad entre los más habituales de tal modo que cuando alguno falta se le echa mucho de menos. De vez en cuando todas esas bromas, discusiones, risas, etc., cesan porque alguno de ellos ha sido ingresado en el hospital, le han detectado algo malo o ha fallecido. Es el momento en que las conversaciones sobre cuánto o qué bebe o fuma cada uno, si aquella jugada fue penalti o no o la última trastada de los nietos, se cambian por un «cuánto le echamos de menos».
Hoy en el Evangelio se nos cuenta cómo recibió Jesús la noticia de la muerte de su amigo Lázaro. Una de las cosas que se nos hace notar es que Cristo no acudió inmediatamente al enterarse de que estaba enfermo y cuando quiso llegar, Lázaro llevaba ya cuatro días muerto. Al llegar Jesús a Betania, Marta, una de las hermanas, le sale al encuentro, Jesús habla con ella, y después llega María, la otra hermana, y entonces Jesús, viéndola llorar a ella ya no puede contenerse más y se echó a llorar de tal modo que los que estaban allí mirando decían cómo le quería.
Si los domingos anteriores presentaban a Cristo con poder, como agua que sacia la sed de plenitud de la samaritana y como luz que abre los ojos al ciego. En el evangelio de hoy Jesús aparece, de una parte, frágil y entrañable ante la muerte de uno de sus mejores amigos. No puede contenerse y se echa a llorar, porque se le rompe el alma y echa de menos a su amigo fallecido. El Evangelio dice que se conmovió interiormente. Claro. Porque Jesús no es de piedra. Tiene sentimientos. Pero, por otra parte, el Señor se presenta también con todo su poder salvador: Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que vive y cree en mí no morirá para siempre. Acto seguido ora al Padre y con fuerte voz gritó «Lázaro, sal afuera», resucitando a su amigo (que llevaba cuatro días muerto, o sea, más muerto que mi abuela) y demostrando con hechos lo que había dicho con palabras.
Ojo. Si al leer este hecho de la vida de Jesús nos quedamos solamente en su significado literal no vamos a poder aprovechar todo el mensaje que el Espíritu Santo nos quiere transmitir. Digo yo que por más que recemos pocas veces veremos cuerpos que resucitan como Lázaro. Lo más parecido que un servidor ha visto ha sido ir varias veces a dar la unción de enfermos a personas que estaban ya en las últimas y después de recibir la fuerza del sacramento mejorar y llevar una vida medianamente normal durante bastante tiempo. En una de las residencias del pueblo todavía hay una señora que cuando me ve me lo recuerda: «yo soy la mujer que usted dio la unción porque me iba a morir y mire cómo estoy». La unción de enfermos es medicina para el alma pero también sirve para el cuerpo. Pero esto no es lo habitual. Por eso podemos y debemos fijarnos mas en el poder de Cristo para resucitar no sólo el cuerpo, sino el corazón y el alma. Esto si sucede habitualmente.
Porque hay situaciones que, efectivamente, hacen que estemos «muertos» antes de morir. Nuestro corazón muere cuando nos vemos golpeados por distintas circunstancias: un matrimonio que se rompe, la enfermedad de un hijo o un nieto, una decepción, una traición, un problema económico grave, alguien querido que va por mal camino, sentirse solo en la vida… Todo aquello que nos hace sufrir no en el cuerpo, sino en el corazón y que puede llenarnos de tristeza.
También hay situaciones que matan no el cuerpo ni el corazón, sino nuestra alma. Nuestra alma muere cuando pecamos: aquellas malas acciones que cometemos y de las que somos responsables aunque a veces nos cueste admitirlo: rencores, zancadillas, críticas, ayudas que no prestamos, olvidos de Dios, rebeldías hacia Dios, mentiras, adulterios, lujurias, avaricias, caprichos, egoísmos… En uno y otro caso Jesucristo se presenta como la resurrección y la vida. Él es el médico que puede sanarnos. Quizá todavía no estemos convencidos del poder y la fortaleza que nos comunica Dios por medio de una oración o de la eucaristía. O no estemos convencidos de cómo al recibir la absolución en una confesión bien hecha, habiéndola preparado y con arrepentimiento de verdad, Dios toca y sana nuestra alma del pecado que la mata y la hace ir pesarosa por la vida. Quizá no estemos convencidos de la compañía que se experimenta cuando uno tiene amistad con Cristo y le trata en la oración y le imita en las buenas obras. Quizá no estemos convencidos de que después de esta vida hay otra y en ella quien cree en Cristo recibe la salvación.
Cuando un ser querido muere, vemos el cuerpo inerte y pensamos en la persona que ya no está. Pero a Cristo y a la Virgen tomando el alma de esa persona que ha sido fiel a Dios para llevarla al Cielo, eso no lo vemos y muchas veces no lo pensamos. Cuando pasamos una mala época vemos la apretura que tenemos, sentimos la angustia o la tensión o el dolor que nos ocasiona, pero a Cristo a nuestro lado iluminando nuestra mente y sosteniendo nuestro espíritu eso no lo vemos. Vemos y nos fijamos si tenemos una mancha en la camisa, un dolor en el brazo o si los zapatos hacen juego con el bolso, pero si nuestra alma está dañada por una mala acción, una ofensa a Dios, un pecado que hemos cometido, quizá no nos fijamos ni nos preocupa tanto. ¿Consecuencia? Nos perdemos a ese Cristo q es la resurrección y la vida, que es mi resurrección y mi vida, que es la resurrección y la vida de cada ser humano.
La semana que viene es Domingo de Ramos. Adiós Cuaresma. La Virgen nos acompaña estos días para que lleguemos a las fiestas de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo con las cosas claras: que Cristo inunde nuestro ser para recibir de él la vida del cuerpo, del corazón y del alma como un don que viene de lo alto. Que Él sea para nosotros la resurrección y la vida en el pleno sentido de las palabras.