Homilía del 2º Domingo de Pascua (lecturas)
Hoy la homilía no va a ir específicamente sobre el evangelio que se lee este domingo en misa, sino más bien de la celebración propia del segundo domingo de Pascua: la Divina Misericordia. De ello vamos a hablar, aunque tocaremos el evangelio.
Imaginemos por un momento que somos ladrones profesionales y que en uno de nuestros atracos nos pillan y nos meten en la cárcel. A la hora de afrontar el juicio, si quisiéramos un indulto o una rebaja de la pena, ¿a qué apelaríamos? Seguro que a ninguno de nosotros se nos ocurre pedir ese perdón en nombre de la justicia, pues sabemos que la hemos liado y que lo justo es recibir el castigo que corresponde a lo ladrones. Lo que haríamos sería pedir perdón mostrando arrepentimiento e implorando misericordia del juez y de la persona que nos acusa y nos lleva a juicio.
Recordemos ahora una de esas múltiples ocasiones en las que necesitamos que alguien nos eche una mano. Cuando pedimos esa ayuda, tampoco lo hacemos en nombre de la justicia, sino que apelamos también al amor, a la compasión, a la misericordia, ¿no es verdad?
Hoy, día de la Divina Misericordia, es un día adecuado para reconocer aquello que Dios ha hecho por nosotros no porque lo merezcamos ni porque fuera su obligación, ni tampoco porque fuera lo justo, sino, simplemente, porque nos ama. Sobre esto cada uno seguramente tenemos nuestras propias experiencias, es decir, tenemos muchos momentos a lo largo y ancho de nuestra vida en los que Dios nos ha demostrado cuánto nos ama. Son momentos en los que nos hemos sentido especialmente bendecidos por él por la razón que sea. Puede ser cuando le hemos conocido o cuando nos ha librado de algún peligro o porque nos ha sostenido en una dificultad o en una desgracia o porque nos ha concedido algo que le hemos pedido. En definitiva, porque nos ha bendecido de algún modo.
Seguramente cada uno podría destacar momentos especialmente significativos para su vida y sería bueno traerlos hoy a la memoria. De entre ellos, es importante que hoy, domingo de la Misericordia, no dejásemos pasar por alto el hecho de que Dios nos perdona los pecados. El amor que Dios nos tiene es tan grande que está dispuesto a no tener en cuenta las ofensas que le hacemos. Para Él, la amistad con nosotros es más importante que los pecados que podamos cometer. El evangelio de hoy es muy significativo en este sentido. Cuenta dos apariciones sucesivas de Jesús a sus discípulos después de la resurrección. Cuando lo hace, en sus palabras no hay reproche. No dice «me habéis dejado tirados cuando más os necesitaba» o «cómo habéis sido capaces después de lo que he hecho por vosotros». Lo que dice es la paz con vosotros. Es significativo y una lección impresionante.
Aquí me gustaría hacer un inciso. Creo que todos estamos de acuerdo en que si en el devenir de nuestra vida encontramos una persona así, es decir, una persona que estuviera dispuesta a perdonarnos siempre independientemente de la gravedad de nuestras culpas, estamos de acuerdo en que esa persona es, más que ninguna otra, la adecuada para compartir nuestra vida o mantener una amistad, porque esa persona nos ama de verdad. ¿No es así? Bueno, pues, eso sucede con Dios.
La misericordia de Dios, ese amor de Dios que nos perdona, podemos compararla a ese profesor que escribía las notas buenas de sus alumnos con bolígrafo y las malas con lápiz. ¿Por qué? Sencillamente porque lo escrito en bolígrafo perdura, mientras que lo escrito a lápiz se puede borrar si los alumnos mejoran en los siguientes exámenes. Del mismo modo, Dios lleva cuentas de todo lo que hacemos, pero escribe nuestros pecados a lápiz y nuestras buenas obras a bolígrafo, porque de ese modo nuestras ofensas pueden borrarse si nos arrepentimos de ellas, pedimos perdón y nos esforzamos por no volver a cometerlas. ¡Así sucede cuando nos confesamos! Este, y no otro, es el modo que tenemos de salvar nuestra alma para la otra vida, la eterna: implorar con sinceridad la misericordia de Dios.
Ahora bien, meditar en la misericordia de Dios no implica sólo esto. Si uno ha recibido misericordia ha de ofrecer a los demás misericordia. Cuando de pequeños aprendíamos el catecismo solían enseñarnos las obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales. Podemos resumirlas en atender al necesitado y saber perdonar las injurias, así como sobrellevar los defectos del prójimo sin quejas ni murmuraciones. Seguro que aquí tenemos materia para convertirnos.
Acudir a la misericordia e Dios y distinguirnos por practicar la misericordia con los demás: éste es el camino de la salvación. Encomendémonos particularmente a la Virgen María, Madre de misericordia, y como madre que es particularmente sensible a las necesidades de todos los que sufren en su cuerpo o en su espíritu.