Homilía del 23º Domingo del Tiempo ordinario (Mt 18, 15-20)
Me llegó hace tiempo un email de un amigo que decía lo siguiente: “si el lanzamiento de zapatilla fuera un deporte, mi madre sería campeona olímpica”. Me hizo recordar aquellas veces en que mi madre, a mis hermanos o a mí, nos pegaba algún grito por algo que estábamos haciendo y luego nos perseguía diciendo «¡a que te doy con la zapatilla!». No digo nada cuando era nuestra gata la que liaba alguna… Seguro que muchas madres españolas habrían optado a la medalla de oro en lanzamiento de zapatilla….
¡Cuánto se han esforzado nuestras madres y padres por corregirnos para que nos educásemos bien! Y si había que echar mano de la zapatilla, pues se echaba. Extremos a parte, a nadie con dos dedos de frente se le ocurre pensar que cuando su madre le amenazaba con la zapatilla era porque era una madre cruel, bárbara o retrógrada. Todo el mundo sabe que ese tipo de cosas nacen del deseo de querer que tu hijo haga las cosas bien y vaya por buen camino, mezclado muchas veces, eso sí, con un poco de falta de paciencia, cosa no rara cuando los hijos te la ponen a prueba. Y es que corregir es propio de quien ama. Ya lo dice el refrán: «quien bien te quiere, te hará llorar».
Hoy nos habla de esto el Evangelio. Pero, ojo, no sólo es un mensaje para los padres, sino para todos de cara a las personas que con las que convivimos. Todos tenemos una responsabilidad en las faltas de nuestro prójimo. ¿Qué clase de amigo, si alguien va a tomar una decisión incorrecta, le dice «yo estoy contigo hagas lo que hagas»? ¿No le dirá primero, «tío, qué leches vas a hacer, te vas a meter en un lío» y, después, si no hay remedio, «aquí estoy contigo»? La lección del evangelio de hoy es muy importante para aprender a ser amigo, compañero, esposo, padre o madre. Nos enseña que querer a los demás no es solamente experimentar un sentimiento positivo hacia el prójimo, sino también ayudarles y esa ayuda puede significar que, si están en un error o en un pecado, les enseñemos a salir de esa situación. Por eso Jesucristo nos explica con tanta claridad el modo de realizar esta corrección: “si tu hermano peca, repréndelo a solas. Si no te hace caso hazlo delante de otros y si no delante de la comunidad”.
Es verdad que muchas veces nos podemos sentir sin autoridad para corregir, otras veces simplemente nos cuesta mucho porque nos resulta desagradable o vemos que podemos causar una discusión. Pero si nos damos cuenta de que esa persona se está haciendo daño a sí mismo o a los demás, que está cometiendo un pecado grave que lo aparta de Dios, es nuestro deber de cristiano corregirle con amor. Una de las obras de misericordia que nos enseña el catecismo es precisamente “corregir al que yerra”.
Pero, ojo: no podemos confundir la corrección con el reproche, pues es diferente. Cuando uno corrige intenta convencer, explicar y no hacer daño a la persona, porque lo que le importa es que cambie de conducta. Y la otra persona puede estar de acuerdo o no, pero percibe que lo haces porque le quieres. Cuando uno reprocha lo que hace es echar en cara, descargar la ira o la tensión que llevamos dentro sobre el otro, porque ha hecho algo que nos molesta o nos pone nerviosos y el resultado no es hacer pensar al otro sobre lo que ha hecho, sino humillarlo, exasperarlo, enfadarlo. En casa, en la familia, entre amigos o compañeros, a veces tenemos que decir ciertas cosas o no permitir otras que son pecado y están mal y hacen daño. Cuando es el amor por alguien el que nos lleva a decirle que podría hacerlo mejor, que se está haciendo daño o se lo está haciendo a otros, entonces esa corrección está llena del Espíritu Santo de Dios y debemos pedirle luz para encontrar el modo de hacerla convenientemente y que toque de verdad el corazón del otro.
Eso sí, hay otra cara en la moneda. También nosotros podemos ser los corregidos. ¡Cuánto nos cuesta aceptar una corrección! De primeras nos cuesta reconocer nuestros errores, incluso cuando nos damos cuenta. Si encima te los dicen… El orgullo muchas veces nos bloquea.
En ese sentido, el Evangelio de hoy también es una invitación a la verdadera humildad, a dejarnos corregir, a poder cambiar y saber que Dios utiliza muchas veces a los hermanos para que nosotros mejoremos o nos utiliza a nosotros para que mejoren a los demás. Si alguna vez alguien nos dice algo, hablémoslo con Jesús en la oración, meditémoslo en su presencia para darnos cuenta de si necesitamos ese cambio. Pero que nunca nos llene la soberbia, que nunca contestemos con ira o nazca el rencor hacia quien nos corrige. Seamos siempre agradecidos con quienes valoran tanto nuestra persona, que son capaces de decirnos aquello que no nos gusta oír, a riesgo de que reaccionemos mal, por el simple hecho de que anteponen nuestro bien a cualquier otra cosa.
Aunque sea complicarnos un poco la vida, nunca dejemos de hacer la corrección fraterna cuando veamos a alguien que está equivocado o está en pecado, pero siempre movidos por el amor que tenemos hacia el otro y pidiendo luz al Señor para hacerlo del modo más conveniente y no ofenderle. De ese modo, la luz de Dios puede brillar en las personas a las que queremos.