Homilía del 24º Domingo del Tiempo ordinario (Mt 18, 21-35)
Cuenta un sacerdote que en su parroquia había una señora que cada dos por tres iba a contarle que tenía apariciones divinas. El sacerdote no se lo creía y una vez, para desvelar el misterio le dijo a la señora: “Mire, la próxima vez que veas al Señor dile que, para que yo me convenza de que es él quien te habla, te diga cuáles son mis pecados, esos que sólo yo conozco”. El sacerdote pensaba que así la mujer no volvería otra vez a contar historias. Sin embargo, a los pocos días volvió la mujer. “¿Ha hablado con Dios?”, “Sí”, “¿y le dijo mis pecados?”, a lo cual contesta la mujer: “No. Me dijo que no me los podía decir porque ya los ha olvidado”. Con lo cual el cura nunca supo si las apariciones eran verdaderas, pero aprendió de aquella mujer una lección sobre el amor de Dios que no olvidó nunca.
Sin duda ninguna el Evangelio de hoy se centra en el tema del perdón. Es también, sin duda ninguna, la asignatura evangélica más difícil para el ser humano. Dígale a alguien que no tenga pensamientos impuros, que dé la décima parte de sueldo como limosna para los pobres, que se confiese, que escuche tres misas un día de diario, que adelgace 20 kilos porque está como una foca. Todo eso es fácil comparado con pedir a alguien que perdone de corazón a quien le ha ofendido de verdad. Y, sin embargo, el Señor lo pide. Para los apóstoles era claro. Por eso le preguntan no por la obligación de perdonar, sino por cuántas veces hay que hacerlo. Porque una, vale. Dos, bueno. Tres, estamos ya pasándonos un poco. Pero, ¿qué pasa cuando el prójimo reincide una y otra vez? ¿cuántas veces le tengo que perdonar? No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. O sea, siempre.
Y para realzar la enseñanza, Jesús cuenta una parábola en la que hace ver uno de los motivos por el que debemos perdonar siempre. El rey de la parábola perdona una deuda millonaria a un siervo suyo, sólo porque éste se lo pide. Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré todo. Pero luego el mismo siervo no es capaz de perdonar una deuda mucho menor a otro compañero que también le pide paciencia. Obviamente, el rey se indigna: Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti? Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Nosotros hemos de perdonar porque hemos sido perdonados por otros.
Algo que ayuda mucho a perdonar a los demás es ser consciente de cuánto nos tienen que perdonar a nosotros. Te das cuenta de que no eres quién para negar el perdón a nadie, porque tú mismo has recibido mucho de esa medicina. No nos vendría mal una libretita para ir apuntando cada día todas las cosas que los demás nos pasan por alto y todos los pecados y errores que Dios está dispuesto a perdonarnos si se lo pedimos. Estemos seguros de que si no somos capaces de apuntar nada en esa libreta es porque tenemos un problema serio de memoria, de atención o de soberbia.
Por ello el sacramento de la Confesión es un ejercicio muy valioso para nuestra vida espiritual. Por un lado, porque nos ayuda a tomar conciencia de que no somos perfectos, sino que necesitamos del amor de Dios y del prójimo para recibir de ellos el perdón. Y así, sintiéndonos perdonados, el sacramento nos dispone por dentro para perdonar a los demás. Por otro, en la confesión hay un don de Dios que te ayuda a superar aquello que confiesas. Puede haber cosas pasadas que hemos perdonado, pero todavía en el presente nos damos cuenta de que la herida sigue ahí porque el tema nos sigue haciendo daño. Si vemos a la persona en cuestión seguimos teniendo malos sentimientos o ciertas reticencias. Si pensamos en ello nos ponemos tristes o tensos. Hemos perdonado, pero falta todavía algo, un no sé qué que no termina de irse. Decirlo en confesión también nos ayuda, porque es poner todo es en manos de Dios para que lo toque con su misericordia.
Vale la pena insistir que para confesarse no hace falta que uno tenga grandes pecados. Gracias a Dios la mayoría de las personas no vamos por ahí matando gente o robando bancos o liándose con la mujer del vecino. Para acercarnos a la confesión, basta con que tengamos esas faltas y pecados cotidianos, que a veces tienen más importancia de la que parecen (pensemos en las críticas, por ejemplo), y los pongamos en presencia de Dios para que él nos perdone y nos ayude a mejorar. Así, recibiendo perdón por nuestros pecados aprenderemos a ser más comprensivos con los errores, las faltas y los pecados de nuestro prójimo.
Unas palabras que nos pueden servir de guía para la oración de hoy. De la primera lectura: Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Y otras de san Francisco de Asís en una carta a un responsable franciscano: En esto reconoceré que amas al Señor y que me amas a mí, su servidor y el tuyo: si cualquier hermano del mundo, después de haber pecado cuanto es posible pecar, puede encontrarse con tu mirada, pedir tu perdón e irse perdonado.