Homilía del 25º Domingo del Tiempo ordinario (Mt 20, 1-16)
V
amos a hablar del Evangelio de hoy a través de un ejemplo. Se trata de un chico al que llamaremos Carlos, que puede ser un joven cualquiera de 18-20-25 años, da igual la edad, el cual va a la Universidad y se ha enamorado de Silvia, que es una compañera de clase. Cuanto más trata a Silvia y más la va conociendo, más se va dando cuenta de que es una chica estupenda, con un modo de pensar, un modo de comportarse, un modo de reírse y un modo de hacer las cosas que a él le gusta y le atrae mucho. Y Carlos se va dando cuenta de que ella también está sintiendo algo por él. Sin embargo, nuestro amigo Carlos no quiere nada serio porque sabe que Silvia no es una chica cualquiera y que salir con ella va a implicar muchas cosas. No va a poder pegarse las juergas del sábado noche con sus amigos ni tontear ni tener relaciones esporádicas con otras chicas porque estar con Silvia implica compromiso y ella es tan especial que tampoco se merece alguien que la trate de esa manera.
Así que nuestro amigo Carlos decide que, aunque le cueste, es mejor olvidarse de Silvia porque prefiere vivir su primera juventud a tope, haciendo el loco todo lo que pueda que ya cuando se vaya acercando a los 30 tendrá tiempo de comprometerse y sentar la cabeza. El tiempo pasa y, obviamente, los dos han llegado a los 30. Como era de suponer Silvia no ha esperado a Carlos y ya está formando una preciosa familia con un chico de su parroquia para el cual ser feliz en la vida significa compartirla con ella y compartir la vida con ella significa ser feliz en la vida. De nuestro amigo Carlos, no hay muchas noticias.
El ejemplo no es un caso concreto que uno conozca, sino más bien una ficción basada en dos actitudes comunes ante la vida: por un lado, el joven que vive pensando en disfrutar al máximo en plan fiestas, salidas, experiencias, etc., y ya; y, por otro, el joven que disfruta de muchas de esas cosas, pero que trata sobre todo de ir construyendo su futuro a todos los niveles.
Sin embargo, me gustaría que el ejemplo sirviera más bien para darnos cuenta de que nos podemos portar con Dios igual que Carlos se comporta con Silvia: eres estupenda, genial, siento algo por ti, pero yo quiero vivir mi vida y ya tendré tiempo de comprometerme.
Si retomamos el Evangelio de hoy, parece que nos impulsa a esto: Cristo compara el Reino de Dios a un propietario que contrata jornaleros a di
stintas horas del día para que trabajen en su viña y al final de la jornada les paga a todos los mismo. Entonces, ¿por qué voy a ir a trabajar si yendo más tarde me pagan lo mismo? Dicho de otra manera, ¿por qué no esperar un poco para seguir fielmente al Señor? ¿Por qué hacer la voluntad de Dios en mi vida hoy y no mañana? ¿Con todo lo que nos ofrece la vida, qué prisa hay de convertirme? Ya tendré tiempo…
No es esto lo que nos quiere enseñar Cristo. Cristo quiere dar esperanza a quienes han conocido a Dios tarde y después de llevar una vida no ejemplar, que sepan que ellos también pueden salvarse. El resto, no podemos juguetear con la vida y tampoco con Dios. A lo mejor Dios hace como Silvia y no nos espera siempre, sino que llama a personas que le quieran de verdad y no jueguen con Él. Por eso decía san Agustín: “Temo al Dios que pasa y no sé si volverá a pasar”. Si en la vida hay que saber aprovechar las oportunidades, que no siempre vuelven, mucho más en lo que respecta a la amistad y la entrega a Dios. No hay que esperar para responder al Señor, para entregarnos más, para colaborar más, para confesar nuestros pecados, para hacer esas obras buenas que no hacemos por comodidad, etc. etc.
Y luego está el tiempo que uno pierde. También decía san Agustín: “Tarde te amé, belleza infinita, tarde te amé”. Y la dice como un lamento por todos eso años en que llevó una vida disoluta, porque se había dado cuenta de cuánto tiempo había perdido y desaprovechado. Vivir en amistad con Dios ya es nuestro premio. Ya de por sí vale la pena.
Por otro lado, al leer este Evangelio también nos llenamos de esperanza por las personas, quizá nosotros mismos, que han conocido a Dios tarde o que tarde se han decidido a seguirle. También para ellos el Señor tiene preparado el cielo si son capaces de vivir, desde ese momento crucial de su vida en el que aceptaron a Dios, trabajando en su viña. El cielo también está preparado para las personas que todavía no han aceptado el Evangelio y por las cuales pedimos cada día; aquellas que tanto nos preocupan porque viven alejados de la Iglesia, con todo lo que ello conlleva, y que, a lo mejor no la atacan, pero tampoco quieren acercarse y beber de lo que Dios les quiere dar. Para ellos también está preparado el cielo si al menos al final de su vida dejan que el Señor entre en su corazón y cambian. Nuestra oración y ofrecimientos a Dios pueden servirles de salvación. Por eso acudimos especialmente a la Virgen María, Madre nuestra, para que con su amor de madre nos cambie a nosotros el corazón, nos ayude a aprovechar las oportunidades que Dios nos da cada día, y cambie también el corazón de quienes están apartados de Dios y de la Iglesia.