Homilía del 26º Domingo del Tiempo ordinario (Mt 21, 28-32)
Cuenta la leyenda que existía un niño que obedecía siempre a la primera y con una gran sonrisa. «Fulanito, pon la mesa». «Voy mamá, tus deseos son órdenes para mi». Y el niño iba tan contento y ponía la mesa… y así siempre que se le pedía algo, da igual que fuera la basura, hacer la cama, bajar la música, no usar el móvil en la mesa, estudiar, siempre respondía de la misma manera. No importa cuando leas esto, ese niño no es el tuyo. No es tu hijo, no es tu nieto. El tuyo dice «¿y por qué tengo que hacerlo yo todo?», como si todo el peso de la casa recayera sobre sus tiernas espaldas. O dice «ya voy», y todavía estás esperando. También dice «no me da la gana», retándote a un duelo sin cuartel que te obliga a desenfundar el repertorio de castigos. A veces te sorprende y dice «ya voy» y va de verdad.
El Evangelio de hoy también va de un padre con hijos a los que les pide algo: trabajar en la viña. Las respuestas no son diferentes a lo que uno puede encontrarse en casa. Uno dice que no le da la gana, aunque luego se arrepiente y obedece. Otro dice que sí pero no aparece por la viña, quizá entretenido en sus propias cosas. El resultado final es más favorable a aquel que dijo que no iba a ir, pero al final fue, que a aquel que dijo buenas palabras y manifestó buenas intenciones, pero al final nada de nada. Los primeros destinatarios de esta parábola son los sumos sacerdotes, pues es a ellos a los que Jesús está hablando (En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes). Ellos eran los expertos en religión de su pueblo. Han dicho que sí a Dios. Pero Jesús les reprocha duramente, en verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios, porque no se convirtieron de su mala conducta con la predicación de Juan Bautista y los publicanos y demás sí lo hicieron. En el fondo les está diciendo que no vale una fe de palabras ni de costumbres o tradiciones, sino una fe que entra en lo profundo del corazón y por ello, porque es de dentro, se manifiesta en las obras.
Esto también es para nosotros hoy. Nosotros somos uno de esos hijos a los que Dios nuestro Padre nos envía a trabajar en su viña. Es una cosa muy grande porque significa, lo primero de todo, que Dios cuenta con nosotros, con cada uno, para hacer mejor este mundo. Se puede uno sentir pequeño o inútil, pero no importa. Dios cuenta contigo para transformar el mundo. Si estamos convencidos de esto, entonces pensemos en las situaciones que tenemos más a mano. En primer lugar, los noes que dedicamos en casa a los nuestros, que podrían ser síes si no pensásemos tanto en nosotros mismos. Ante algo que nos sugieren, que nos aconsejan, que nos ofrecen, que nos piden porque nos necesitan o que nosotros sabemos que les gustaría pero no estamos dispuestos a sacrificarnos. En segundo lugar, lo mismo, pero con personas que no son nuestra familia y que tenemos contacto habitual o esporádico con ellas.
He querido dejar en tercer lugar y en un párrafo aparte, los noes y los síes a Dios. Los anteriores también tienen que ver con Dios, pero hay muchos síes y noes que son principal y directamente hacia Dios. Cuando me impulsa a tener una relación más íntima con Él en la oración, cuando me llama a confesar mis pecados, a profundizar en la lectura de la Biblia. Cuando Dios me pide decir sí en una situación difícil, en medio de la enfermedad, de una preocupación grande… No importa. He leído por ahí que nuestros síes tienen que tener siempre tres características: siempre, enseguida y con alegría. Es lo mismo que les pedimos a los niños: que obedezcan a la primera, siempre que se les mande algo y que lo hagan sin refunfuñar.
Siempre, enseguida y con alegría. Se lo pedimos a la Virgen María, porque ella dijo sí a Dios de un modo excepcional para una misión excepcional: ser la Madre de Dios. Hágase en mí según tu palabra.