Homilía del 1º Domingo de Adviento (Mc 13, 33-37)
Se ha estrenado hace poco La Liga de la Justicia y servidor ha tenido la oportunidad de ir a verla. Nuevamente le vamos a pedir a los grandes superhéroes del comic y la pantalla que nos ayuden a comprender mejor el Evangelio y, hoy, a introducirnos en el tiempo de Adviento que comenzamos para preparar la Navidad.
La película comienza como suelen hacerlo estas historias: la cosa pinta mal para la humanidad y algunos tratan de luchar contra el mal, que parece que está a punto de alcanzar la victoria. Superman ha muerto y Batman intenta reclutar un grupo de gente con poderes especiales para poder hacer frente a la amenaza porque es consciente de que él no puede solo. La nostalgia y la desolación por la muerte de Superman es muy patente, incluso en el mismo Batman. El mensaje es claro desde el principio del film: sin él no hay esperanza.
Aunque todos estos productos tienen un claro fin comercial, es difícil no ver en ellos algo mucho más profundo. ¿Por qué siempre ese panorama tan negativo del mundo? ¿Por qué siempre se busca ese «alguien» especial que nos salve a todos y nos permita vivir con esperanza y alegría? Me encanta en estas películas cuando sale el típico niño que cuando el malo va ganando sigue confiando en que vendrá su superhéroe y le salvará. Algo así como «no pasa nada, Spiderman vendrá» (o Batman, Superman, Wonder Woman, Capitán América, Ironman, el que sea). Los niños siempre confían.
En el fondo, aún siendo productos comerciales, reflejan nuestro pesar sobre el mal del mundo y cómo a veces pensamos que nos oprime y nos vence. Y reflejan también nuestro deseo de que alguien venga y nos salve y acabe con ese mal. En ese sentido, tendríamos como dos vías, la de Batman y la de Superman. El caballero oscuro personifica ese salvador que es un hombre cualquiera y que a base de entrenamiento, dinero y desarrollo científico acaba con el mal. Es reflejo de esa mentalidad por la que pensamos que el hombre puede salvarse a sí mismo de todo y que los problemas del mundo se arreglarían si la ciencia avanzase, el dinero se invirtiera donde se debe y todos tratásemos de ser mejores. Superman, por el contrario, es un salvador que viene de otro mundo, Krypton, y que tiene unos poderes especiales que lo hacen estar por encima de todo. Sin embargo, a la vez, vive escondido en medio de nosotros como si fuera uno cualquiera (¿no les recuerda a alguien?).
Quedan tres semanas para celebrar el nacimiento del verdadero y auténtico Salvador, Jesucristo. Él, personaje real, es, en el fondo, una vía más bien intermedia entre las dos anteriores. Se trata de alguien que es de este mundo pero que también viene de más allá porque Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Hijo de Dios, con la sabiduría y el poder de Dios, un poder que vence incluso la muerte, pero verdadero hombre, que siente, padece y vive con nosotros y como nosotros.
No importa si uno es creyente o no, en las fechas de Navidad parece que afloran y se concentran nuestros deseos de felicidad, de sentido de la vida, de encontrar la belleza del corazón, de que vuelvan nuestros seres queridos fallecidos, de que todos los males del mundo desaparezcan. Parece que muchos tratan de encontrar todo eso, o al menos acallar esos deseos, en las luces de las ciudades, en las reuniones familiares, en las grandes comidas y cenas y en los regalos. Quizá cada año se adelanta un poco más todo esto en las calles porque buscamos fuera lo que solo podemos encontrar dentro de nuestro corazón. Y es que todo eso que anhelamos desde lo más profundo sólo se encuentra en el Niño del pesebre. Y ese Niño no se nos va a aparecer ni le veremos en ninguna visión (al menos la mayoría), sino que le vamos a encontrar dentro de nosotros.
Por eso la palabra clave del Evangelio de hoy es velad, es decir, estad despiertos, atentos, alerta, pendientes de quien viene. Velad… no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. No dejemos que el afán de olvidar nuestros problemas, el afán de regalos y de comidas y de tantas cosas materiales propias de las fechas navideñas nos anestesie para lo espiritual. No dejemos tampoco que esos pesares que en Navidad, en vez de remitir, resurgen con más fuerza, nos centren tanto la atención que nos olvidemos de nuestro Salvador, el de verdad, el que lleva pañales en vez de una capa y cuyo símbolo es la cruz. Él no va a hacer ruido para entrar en nuestro corazón como quien te toca el claxon por la calle o te llama al teléfono o llama al timbre de la puerta. Jesucristo es más suave y menos ruidoso y por eso tenemos que estar en vela y vigilantes para descubrirlo en lo cotidiano.
En ese sentido, el Adviento es tiempo de orar con más profundidad porque el trato con Dios nos hará más sensibles para reconocerle. El domingo pasado se nos invitaba a reconocerle en los demás. En Adviento se nos invita, además, a reconocerle en el seno de la Virgen María y, en Navidad, en el Niño del pesebre. No en las figuras de los belenes, sino en aquella persona que hace dos mil años se hizo carne en una mujer, nació, vivió con nosotros, nos mostró el camino hacia el Cielo, murió en una cruz porque nos ama y resucitó en domingo. Al mirar un belén, pensamos en Él. Seamos como los niños de las películas que siempre esperan que venga el superhéroe. Confiemos en que nuestro Salvador vendrá y nos salvará. Sin Él no hay esperanza. Sin Él nada tiene sentido. Sin Él no hay salvación posible de nada.
Nuestra oración de Adviento con el salmo: Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Lo rezamos teniendo en nuestro corazón la esperanza que transmite san Pablo: Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo.