Homilía del 2º Domingo de Adviento (Mc 1, 1-8)
Los antiguos monarcas orientales, cuando conquistaban un país, acostumbraban a trasladar a las gentes de su tierra natal conquistada a otras tierras para humillar y despojar al pueblo conquistado y evitar así posibles insurrecciones. En el año 587 a. C. el rey babilonio Nabucodonosor entró en Jerusalén, destruyó el Templo de Salomón e incendió la ciudad. Mandó sacar los ojos a Sedecías, rey de los judíos, y se llevó a miles de éstos a Babilonia. El cautiverio duró unos 56 años. Durante el mismo, los judíos no eran presos ni esclavos (como lo fueron en Egipto). Tenían libertad personal, podían adquirir propiedades y conservar sus costumbres. Sin embargo, todo ese bienestar no podía hacer desaparecer la pena por haber sido desterrados, por la destrucción del Templo y de la ciudad santa, ni tampoco aminoraba la conciencia de que todo eso era consecuencia de haberse apartado de Dios.
Los textos bíblicos redactados durante ese tiempo recogen el dolor del pueblo judío por su suerte, su angustia por la muerte de sus habitantes, su recriminación, incluso, contra Dios por haberlos abandonado. El libro de las Lamentaciones, por ejemplo, es un testimonio claro de la honda crisis de fe por la que pasó entonces el pueblo judío. Sin embargo, junto a eso, aparecen los profetas infundiendo esperanza transmitiendo las promesas de salvación y de rescate por parte de Dios, no sin recordar que para que tengan cumplimiento es necesaria la conversión de corazón: sin ella no habrá un nuevo futuro para Israel. Las lecturas de hoy son una síntesis de ese doble mensaje, esperanza y conversión. Consolad, consolad a mi pueblo, -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen… aquí está vuestro Dios… y su recompensa lo precede. Y también, preparad el camino del Señor, allanad sus senderos, mensaje que repite mucho tiempo después Juan el Bautista en el desierto con su aspecto austero.
Este mensaje nos llega hoy a nosotros. Ciertamente lo hace en circunstancias muy distintas, pero nos llega. No estamos en la situación de exilio, de haber perdido todo, de aquellos judíos deportados a Babilonia, pero seguramente tenemos otros sufrimientos, otras angustias, otros temores, otras esclavitudes. Quizá haya momentos en que nos encontremos vacíos, sin ilusión y sin esperanza. Y en medio de eso también necesitamos palabras de consuelo y de ánimo. La fuerza de las palabras no procede de ellas mismas, sino de quién las pronuncia. Y justamente no es uno cualquiera quien viene a decirnos consolad a mi pueblo. Es Dios mismo, que ha querido tocar nuestra pobreza y nuestro desvalimiento. Aunque ahora, como es propio del Adviento, le vemos gestándose en el seno de la Virgen María y, en Navidad, le veremos hecho niño, más adelante escucharemos sus palabras venid a mi los que estáis cansado y agobiados, que yo os aliviaré. Ha venido a eso.
Nuestra respuesta es prepararnos para ello. Nos recuerda el Evangelio que justo antes de que Jesús comenzara a predicar y curar, Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Egoísmo, orgullo, interés propio, rencor, falta de oración, mentira… nada de eso es compatible con Jesucristo ni con la salvación y el consuelo que Él nos trae. Por eso la hora de la esperanza y el consuelo es también la hora de la conversión. Si queremos ver el cielo nuevo y la tierra nueva en que habite la justicia, convertirse, cambiar, mejorar, ser profundamente transformados es asignatura obligatoria y común para todas las personas. Dios no está lejos. Quizá lo que esté lejos de Él es nuestro propio corazón. El mensaje de Juan, con su palabra y su ejemplo, invita a un cambio interior que comienza con el reconocimiento y la confesión del propio pecado. A lo largo de estos días de Adviento «es importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida» (Benedicto XVI, 4-dic-2011) acudiendo a confesar con el sacerdote, si es posible. La estrella de Belén, que ya vemos representada en los adornos de pueblos y casas, ilumine este camino interior, que nos dispone a acoger dentro de nosotros a Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Él viene a consolarnos, Él viene a animarnos, Él viene a renovar nuestras fuerzas. Él viene a traernos la salvación.
Muchas gracias Pater
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De nada Ana! Gracias a ti por estar ahí! Dios te bendiga
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