Homilía de la Natividad del Señor (Jn 1, 1-18)
En la Navidad de 1914 Europa se encontraba en guerra. Era la Primera Guerra Mundial. En aquella guerra muchos hombres morían en las trincheras, víctimas del hambre, la enfermedad o el fuego enemigo. Por ello, en aquellas fechas el Káiser alemán Guillermo II decidió ayudar a levantar la moral de las tropas enviando ración doble de comida, alcohol y tabaco a sus hombres, y también abetos de Navidad y luces para las trincheras, que crearan un ambiente distinto y ayudase a olvidar un poco las penurias de la guerra.
La noche del 24 de diciembre las trincheras alemanas fueron adornadas con los abetos y las luces que les habían enviado y a los adornos les siguieron los villancicos. Al otro lado del frente se encontraban los ingleses y los franceses, que empezaron a ver iluminadas las trincheras enemigas y a oír el canto «Noche de paz». Así que no tuvieron más remedio que responder con villancicos en su propio idioma. Tanto fue así que se pedían villancicos de una trinchera a otra. A la mañana siguiente, 25 de diciembre, un día como hoy, soldados alemanes salieron de sus trincheras en dirección a las posiciones enemigas con banderas blancas. Británicos y franceses hicieron lo mismo. Casi todo el frente occidental se vio contagiado de esta tregua navideña. Solamente la Legión extranjera francesa decidió atacar ese día. Hoy conocemos gracias a las cartas y fotos que soldados y oficiales enviaron a sus familias, entre ellas la de un general inglés, que aquel día alemanes, franceses e ingleses, con la excepción mencionada, no sólo no intercambiaron ni un disparo, sino que, además, se compartieron comida, cigarrillos, chocolate, jugaron un partido de fútbol y celebraron misas de Navidad y funerales por los caídos de modo conjunto. Acordaron que antes de reanudar la lucha se lanzarían tres salvas al aire.
No todo fue idílico. Los altos mandos, al conocer la noticia, tuvieron represalias con los participantes en la tregua. Muchos fueron enviados al frente oriental, donde las condiciones eran mucho peores, a otros se les fusiló y se trató de confiscar toda documentación relacionada con el hecho. Sin embargo, algunas cartas de soldados ingleses fueron publicadas en los periódicos.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria. Ni siquiera la Gran Guerra se mantuvo ajena a esta gran noticia. En palabras de Benedicto XVI, «Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, se nos comunique y continúe actuando a través de nosotros». En ese establo que hoy podemos ver representado en tantos belenes bajó la Luz del mundo. Luz, que significa verdad, porque Jesucristo nos muestra la verdad de Dios y el sentido de nuestra vida, y luz, que significa también amor, porque en esa luz encontramos el calor de la compañía de Dios que nos llena y nos envuelve. La luz de Belén nunca se ha apagado ni nunca se apagará. Ni siquiera en la Gran Guerra el odio y la muerte pudieron apagarla. Dejemos que su resplandor nos llegue y encienda en nosotros la llama del amor de Dios, para que podamos encender el mundo con esta luz siendo servidores de los demás, especialmente de los que más sufren.
Es un día en el que nos podemos acordar especialmente de Tierra Santa, la patria de Jesús, donde Él nació y vivió, que se ve tan a menudo amenazada por la violencia y la discordia. Esté en nuestras oraciones de modo especial para que haya paz. Acordémonos también de quienes tienen el corazón roto por alguna discordia o división familiar, que la paz de Dios llegue a sus corazones y puedan reconstruir lo que se ha destruido. Y sobre todo celebremos este día como lo que es: Dios vino a la tierra para quedarse con nosotros y llevarnos a nuestro hogar, su corazón. La Virgen María nos acerque a este gran misterio del nacimiento de Jesús y nos haga palparlo con los sentidos del alma.