Homilía del 2º Domingo de Cuaresma (Mc 9, 2-10)
La Catedral de la Almudena, de Madrid, no es, ni mucho menos, una de las más bonitas de España. Burgos, Santiago, Córdoba, León, por mencionar algunas, tienen mucho más esplendor artístico. Fuera de España, qué decir de Milán, Colonia, Florencia… Pero lo que da a una catedral o una iglesia de pueblo su verdadero esplendor no es su valor artístico. Eso está bien para los estudiantes de arte y para generar turismo. Cuánta gente vive, de hecho, gracias a los edificios religiosos y todo el movimiento que generan. Pero el verdadero valor de una catedral o una iglesia no está ahí. Su valor real no es ése. Su valor real es que son el lugar propio de una Presencia. Dios está en ellas. Y si Dios está, entonces son el lugar propio del encuentro con Él. Por dos razones. Primero, porque en ellas se cumple la promesa que hizo Jesús: donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. La Iglesia es el lugar propio donde nos encontramos los cristianos por el mero hecho de serlo. Es nuestra casa, donde nos encontramos con nuestra familia espiritual. Jesucristo ha prometido estar ahí donde se reúne su familia. Segundo, porque es el lugar donde se celebra y donde se guarda la Eucaristía, que es Jesucristo mismo con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Cuando entramos en un lugar sagrado ahí está Él en su Sagrario. Éste es el valor real de una iglesia o una catedral.
Como decía, la Catedral de la Almudena no es de las más bonitas artísticamente hablando, pero tiene cosas que ayudan mucho en lo que a su fin principal se refiere, esto es, encontrarse con Jesucristo. Si tienen la oportunidad de visitar el Museo de la Catedral, podrán ver la Sala Capitular, que es el lugar donde se reúne el cabildo de la catedral. En la Sala Capitular, como en la Sacristía Mayor y la Capilla del Santísimo, hay una serie de mosaicos que representan distintas escenas bíblicas. Una de ellas, que está en esta sala, es la escena de la Transfiguración de Jesús, que es el pasaje que hemos leído hoy en el Evangelio. El artista que hizo el mosaico, un jesuita llamado Ivan Marko Rupnik, representa el misterio de la Transfiguración tal cual lo hemos leído. Jesús revestido de majestad y poder, Moisés y Elías con Él, Jesús tiene el rostro y los vestidos blancos… Pero hay una cosa que falta que el artista no ha puesto. Parece como si se hubiera olvidado de poner a Pedro, Santiago y Juan, los apóstoles que fueron testigos de aquel hecho. Dice el Evangelio que Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Rupnik no los ha puesto. Pero no es que se haya olvidado. El artista ha querido que no estuvieran ahí para que el observador trate de mirar la escena como si él mismo fuera Pedro o Santiago o Juan. Como si Jesús, en aquel tiempo, se hubiera llevado junto a los apóstoles al propio observador como uno más. Es algo como muy sugerente porque todos estamos llamados a vivir la experiencia que ellos vivieron allí. Es decir, estamos llamados a experimentar la presencia de Dios dentro de nuestro corazón, decir como Pedro «qué bueno es esto» y desear que esa presencia no te abandone nunca jamás.
El viernes acudimos con el grupo de jóvenes de la parroquia a una adoración. Fue un momento de recogimiento, con oraciones muy muy cortitas, sencillas, canciones en las que repetíamos una sola frase una y otra vez para dejar que la presencia de Dios calase en nuestro corazón y que su gracia convirtiera en serenidad todas nuestra agitaciones, ésas que todos llevamos dentro. Fue sencillo, pero especial. No veíamos nada más que una imagen de la cruz y la luz de las velas. No escuchamos nada particular. No hubo ninguna voz del Cielo que dijera Este es mi Hijo amado, escuchadle. Nada raro y especial en ese sentido. Pero sabíamos que Él estaba ahí y que estaba escuchando nuestra alabanza. Y por eso estuvimos cerca de una hora allí como si nada.
La Cuaresma es también para esto. Precisamente las renuncias, abstinencias y ayunos propios de esta época tienen como uno de sus objetivos vaciarnos un poco de ruidos, apartarnos de agitaciones, liberarnos de egoísmos, para poder percibir con claridad la presencia de Dios. Es lo que sucede cuando hacemos silencio y dejamos que la Palabra de Dios llene nuestra soledad y nuestro vacío.
Los mismos apóstoles que acompañaron a Jesús en esta experiencia de la Transfiguración del monte Tabor, son los mismo que lo acompañaron en el Huerto de los Olivos. Los mismos que le vieron resplandecer con gloria, majestad y belleza, son los que le vieron sudar gotas de sangre ante lo que se le avecinaba. Comprender que también nosotros tenemos que pasar por momentos de sufrimiento y momentos de esplendor, nos hace madurar como seguidores de Jesús. Pidamos en esta Cuaresma a Dios que nos conceda percibir su presencia con claridad, para que en los momentos de cruz, cuando parece que Él no está, tengamos claro que Él nunca nos ha abandonado.
Se lo pedimos también a la Virgen María, porque ella, incluso en la más densa oscuridad, mientras veía a su Hijo cargar con la cruz y ser colgado en ella, no perdió la luz de su Hijo, sino que la custodió en su alma. Por eso la invocamos como Madre de la confianza y de la esperanza.