Homilía del 2º Domingo de Pascua, domingo de la Divina Misericordia (Jn 20, 19-31)
Durante estos días de atrás he estado haciendo un curso de monitor de ocio y tiempo libre (es lo que tiene dedicarse a los jóvenes). En él he conocido a un montón de jóvenes de entre 18 y 25 años. Han sido unos días intensos pero muy bonitos, donde hemos estado compartiendo formación y vida las 24 horas del día. Echando cuentas, solamente unos pocos éramos católicos practicantes. Del resto, no sabría decir si creyentes o no. El caso es que hemos estado allí compartiendo mucho y comprobando que tenemos más cosas en común de las que pensamos, a pesar de que vemos la vida de modo diferente en otros muchos aspectos. Yo, al menos, he estado muy a gusto y me he llevado un gran recuerdo de todos ellos, grandes personas, sin duda. El caso es que también me han hecho pensar. Varios me han dicho cosas como que conmigo y los demás chicos creyentes que había han comprendido que la Iglesia no es tan mala como pensaban o que ser creyente no tiene por qué ser triste y aburrido. Ahora pienso en ellos, más bien no puedo quitármelos de la cabeza, y me pregunto qué pasaría si conocieran a Jesucristo como yo le he conocido o tuvieran la experiencia de Iglesia que yo he tenido desde niño. Porque realmente me choca todo esto que me han dicho.
Todo esto me ha venido muy al hilo del Evangelio de hoy. Después de resucitar, Jesús se aparece a los discípulos en multitud de ocasiones. Hoy leemos dos de ellas. En la primera Tomás, el apóstol, no está y los demás se lo cuentan. Sin embargo, él no cree a ninguno. Debía ser muy cabezota porque si todos los demás, al menos diez personas, le decían que habían visto a Jesús y él se mantiene en sus trece, es que debía ser bastante cabezota. Pero a los ocho días Jesús vuelve a aparecerse y esta vez sí que está Tomás. Entonces él puede comprobar por sí mismo que, efectivamente, Jesús ha resucitado y está vivo. Dice el texto que Jesús dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».
El apóstol Tomás nos demuestra una cosa: la fe no se impone, sino que, cuando la hay, es fruto de un proceso personal, un encuentro entre la persona y Dios mismo. Tomás no cree porque todos los demás compañeros le dijeran uno tras otro «tío, que hemos visto a Jesús, que está vivo». Ni tampoco cree porque haya hecho una deducción o un razonamiento infalible. Tomás cree porque él mismo ha tenido experiencia de la resurrección de Jesús. Y, ojo, que a los demás apóstoles les pasó lo mismo. Ninguno cree hasta que no lo ve con sus propios ojos. Veinte siglos después la cosa no cambia. Incluso quienes hemos frecuentado la Iglesia desde niños hemos tenido nuestras fases de dudas, de rechazos, de cuestionarnos cosas. Y hemos tenido que pasar por ese proceso personal hasta que Dios nos ha tocado el corazón y nos ha revelado en nuestro interior que nos ama infinitamente y que la vida de un creyente es buena, bella y merece la pena ser vivida. En ese momento es cuando comprendes y aceptas verdades de fe que a veces son oscuras o difíciles de aceptar, como el hecho mismo de la resurrección de Jesús. Es en ese momento cuando todo encaja.
En una sociedad como la nuestra, en la que hay tanta gente que no es cristiana o lo es, pero no practica su fe, los cristianos debemos pensar cómo hacernos un hueco en ella. Lo primero, quizá, sería ser más humildes. La fe no es un mérito, sino un don, y, por ello, no podemos vivirla más que en una actitud de humildad y respeto hacia todos. No se trata de imponerla, sino de proponerla, ni tampoco se trata de demostrarla con razonamientos, sino de mostrarla con la vida. Lo segundo sería darnos cuenta de que lo que muchas personas rechazan de Dios o de la Iglesia, no es el verdadero Dios o la Iglesia de verdad, sino la imagen distorsionada que han recibido de uno o de otro (en ocasiones por culpa nuestra). ¡Cuánto tenemos que crecer en la experiencia de Dios y en el conocimiento de la enseñanza de la Iglesia! ¡Cuánto tenemos que volcarnos en el servicio del otro para mostrar el verdadero rostro de Cristo! Mostrar la belleza de la vida cristiana con toda su radicalidad conlleva estas cosas.
No quiero terminar hoy sin hacer mención de que es el día de la Divina Misericordia. El amor de Dios para con nosotros es tan grande que va más allá de nuestros pecados. Dios siempre está dispuesto a perdonarnos. Él no es nuestro refugio porque sea poderoso, sino porque nos ama y su amor no cesa cuando nosotros le ofendemos. El sacramento de la confesión es una muestra palpable de ello. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Su perdón está siempre al alcance de nuestra mano.
María, Madre de la Iglesia, nos alcance su Hijo esta misericordia infinita, gracias a la cual vivimos, nos movemos y existimos.
Me encantan tus homilías tan cercanas y comprensibles, con las vivencias reales del día a dia
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Bendito sea Dios. El Espíritu Santo nos ilumine siempre
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