Homilía del 4º Domingo de Pascua (Jn 10, 11-18)
Corre por las redes sociales una imagen en la que se explica la lógica japonesa y la española de la siguiente manera:
Un poco de razón no le falta, ¿verdad? Sin embargo, no quisiera dejar pasar la oportunidad de notar cómo esta mentalidad «española» está presente, o pudiera estarlo, en la vida espiritual. Más o menos sería de esta manera:
– «Si alguien puede ser santo, que lo haga él. Y si nadie puede hacerlo, ¿para qué voy a hacerlo yo?».
El Papa Francisco ha publicado recientemente una exhortación apostólica que se llama «Gaudete et exsultate», en la que ha recordado sobre todo que todos, sin distinción, estamos llamados a ser santos. Incluso dedica un párrafo a señalar explícitamente que para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos consagrados. Pero puede ser que no nos lo creamos y que pensemos que no es para nosotros, sino solo para unos cuantos escogidos. Puede ser que pensemos que nadie puede hacerlo o, al menos, no nosotros. Estamos muy equivocados.
En el Evangelio de hoy se nos da una de las claves de la santidad. Es un fragmento en el que Jesús habla de sí mismo comparándose con un buen pastor. La metáfora tiene mucho de fondo, porque, como recordaba en su día el Papa emérito Benedicto XVI, en el antiguo Oriente lo reyes solían designarse a sí mismos como pastores de su pueblo. En el Antiguo Testamento, Moisés y David, antes de convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido pastores normales y corrientes de rebaños. Pero, sobre todo, Dios, a través del profeta Ezequiel, había prometido lo siguiente: «Como un pastor vela por su rebaño…, así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nieves y brumas» (Ez 34, 12). Pues, ahora, resulta que viene Jesús a decir que él es el buen Pastor en quien Dios mismo vela y cuida de su rebaño, que, obviamente, somos nosotros. Y dice: Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Aquí está una de las claves de la santidad: doy mi vida por las ovejas.
Si pensamos en alguien que da la vida por otras personas, fácilmente nos vendrán a la cabeza ejemplos de gente que ha rescatado a alguien tirándose al mar o metiéndose en una pelea para evitar que le zurrasen o, como el chico aquel de Acción Católica que murió en Londres enfrentándose a los yihadistas para salvar a una mujer (Ignacio Echeverría). Podemos pensar también en gente como santa Teresa de Calcuta o cualquier misionero. Todas estas cosas, efectivamente, no están al alcance de todos. Por esto sería bueno que cambiásemos el chip y que nos diéramos cuenta de que uno puede dar su vida por otros de muchas maneras. Es más, toda vocación cristiana, en el fondo, consiste en dar la vida por otros. Dice el Papa Francisco en la exhortación que mencionaba antes: «Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales».
La vida se puede ir entregando de muchas maneras. Uno puede ir entregando su vida cuando se sienta a escuchar a un anciano que repite siempre lo mismo. Uno puede ir entregando su vida cuando se come su orgullo y perdona a otro una ofensa. Uno puede ir entregando su vida cuando se pone a rezar aunque está cansado o le apetece más ver la tele. Uno puede ir entregando su vida cuando trata de llevar con alegría los defectos y las manías de la gente que tiene cerca. Detrás de todas estas cosas hay un sentido de ofrenda, de regalo espiritual, muy grande. Y todo parte desde la actitud que nos enseña Jesucristo el Buen Pastor: yo doy mi vida por las ovejas; nadie me la quita, yo la doy voluntariamente.
Es hora de imitar a Jesús en esto y olvidarnos de emplear nuestra vida para nosotros mismos. El mundo nos dice «da en la medida en que recibas» o «no muevas un dedo por quien no hace nada por ti». La enseñanza de Jesús es más bien «da sin esperar nada a cambio». Invoquemos la intercesión de María, Madre nuestra, para que podamos imitar al Buen Pastor y entregar nuestra vida en nuestra vocación con alegría.