Homilía del 5º Domingo de Pascua (Jn 15, 1-8)
La Madre Teresa de Calcuta es una de las grandes santas de nuestro tiempo. Lo que ella hizo por los pobres, moribundos, gente marginada y despreciada de la sociedad, ha tenido el reconocimiento no sólo de la Iglesia, sino también de organismos y sectores no creyentes de la sociedad. Incluso entre otras religiones, como el Islam, goza de gran admiración. Recibió en vida numerosos premios, entre ellos el Nobel de la paz (1979) y, si tiramos de hemeroteca, podemos encontrar muchas alabanzas por parte de los medios de comunicación a causa de su entrega y su amor por los más pobres de entre los pobres. Quizá los más jóvenes no la hayan conocido y es una pena, porque se pierden un gran ejemplo y una gran fuente de inspiración para sus vidas.
En un libro que tengo sobre su vida he encontrado un texto suyo que me parece precioso y que no puedo dejar de leer hoy en relación al Evangelio de la misa de este domingo. Dice Santa Teresa de Calcuta:
«Todo lo obrado por nuestras hermanas, todo cuanto hacemos, es fruto solamente de la oración, de nuestra unión con Jesús en la eucaristía, sobre todo en la santa comunión. Gracias a ello podemos trabajar mucho cada día con un gran número de leprosos, moribundos, niños y demás. Todas las noches, cuando regresamos a casa, tenemos una hora de adoración. Éste es el mayor tesoro de la comunidad de las misioneras del amor. De aquí sacamos nuestra energía».
Resulta impresionante que una persona que ha dedicado su vida a los pobres de la manera que ella lo ha hecho, diga que la energía para hacer todo eso sea la oración y, particularmente, la eucaristía. Es el mismo mensaje que hoy nos transmite Jesús: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Este tema de permanecer en Él se repite en el evangelio de hoy hasta siete veces. Es una insistencia grande. El modo de hacerlo no es otro que el que dice santa Teresa de Calcuta: la oración y la eucaristía. Porque, en definitiva, la vida espiritual es una cuestión de amistad, de amistad con Jesucristo. Y toda amistad se cuida en el trato, en el estar juntos, en el compartir, en el tener presente al otro incluso cuando no estás propiamente con él. La llamada a la oración es una llamada a vivir esto con nuestro Señor. Es una llamada a tratar a Dios, a su Hijo, como nuestro amigo.
Entonces se convierte en la fuerza que te da, no un medicamento o una droga que te tomas y te hace sentir mejor o te mete un subidón, sino la compañía que sabes que siempre va a estar ahí y que nunca te va a fallar ni siquiera en los momentos más oscuros. Jesús es la compañía que no falla. Tenía en mi cuarto cuando era pequeño una imagen del Sagrado Corazón que decía: «Amigo que nunca falla». Así es. Y nos hace falta estar con ese amigo. Sin Él no podemos hacer nada. Bien decía la Madre Teresa: todo lo que hacemos es fruto solamente de la oración y gracias a ello podemos trabajar con los pobres.
En nuestro caso, bien sabemos qué dificultades laborales, familiares, personales, espirituales, tenemos cada uno en nuestra vida. Jesucristo quiere acompañarnos en ellas. Acudir a la oración y a la comunión es dejar que Él camine con nosotros y nos acompañe.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Toc, toc, toc. Despertemos, creamos de verdad. ¿Queremos dar fruto? ¿Queremos que nuestro trozo de mundo sea mejor? Estemos unidos a la vid, permanezcamos en Jesús, cuidemos nuestra amistad con él. No hay otro camino.
Invocamos a la Virgen María para que no nos separemos nunca de Jesucristo y cuidemos mucho nuestra relación con Él. También agradecemos su constante intercesión por nosotros y el amor que nos tiene como madre nuestra que es.