Homilía del 6º Domingo de Pascua (Jn 15, 9-17)
Esto es un sacerdote que se encuentra en la plaza del pueblo con un joven a cuya familia conoce. Entonces le saluda y le dice:
– ¿Cómo es que no te veo ya por misa?
– Pues, si le digo la verdad, padre, es que la Iglesia está llena de gente que son auténticos hipócritas.
– Bueno, por eso no te preocupes, hijo, siempre hay sitio para uno más.
Seguro que muchas veces hemos escuchado cosas cómo ésta (y no me refiero a la respuesta del cura). Es que la Iglesia está llena de gente que luego es malísima, es que muchas veces los mejores están fuera y los peores dentro, no hace falta ir a la Iglesia para ser buenas personas porque yo conozco a no sé quién que es buenísimo y, sin embargo, menganito, que no se pierde una misa, fíjate cómo es.
Pues, a veces, tienen razón. Los que estamos en la Iglesia muchas veces no somos buenos ejemplos ni coherentes con lo que Jesucristo no ha enseñado. Y, sin embargo, aquí está también su grandeza, la grandeza de la Iglesia, que es un testimonio de la grandeza del amor de Dios por nosotros. El Evangelio de hoy nos descubre un misterio de Dios que tiene que ver con esto. Cuando pensamos en los misterios de Dios fácilmente nos vamos a cosas como el misterio de la Santísima Trinidad, por qué Dios permite el mal, cómo pudo ser que La Virgen fuera virgen o Inmaculada, etc. El misterio divino que nos transmite el Evangelio de hoy tiene más que ver con el amor de Dios y se podría formular así: que, siendo nosotros como somos, Él nos ha escogido y nos ha hecho formar parte de su gente, de sus amigos, de su familia.
Esto es lo que significan varias frases del evangelio de hoy: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Nos llama amigos. Si hay algo que nos hace amigos unos de otros es que nos contamos las cosas. Pues, Jesús dice que os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Nos confía sus secretos. Y no se queda ahí. También dice: No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. Los amigos también se confían cosas y tareas importantes. Y Jesús ha querido que lo que Él ha hecho en la tierra lo continuemos nosotros. Os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto. Nos ha confiado su misión. Y eso, sabiendo cómo somos.
Por eso, cuando la gente dice cosas como «es que la Iglesia está llena de personas que son unos hipócritas», la respuesta es «no te preocupes, siempre hay sitio para uno más». Dios ha querido que sea así. Si fuera de otro modo, ninguno estaríamos aquí. Uno de los grandes misterios de Dios es que, siendo nosotros pecadores, nos ha hecho amigos suyos, nos ha contado entre su círculo cercano de gente. Con razón dice san Juan en su primera carta: en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero. Dicho de otro modo, no formamos parte de la Iglesia porque seamos superestupefantásticos ni hipermegasantos, sino, sencillamente, porque hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.
Evidentemente, tanto amor ha de tener una respuesta adecuada. No es para jugar con él ni conformarse. Por eso también dice Jesús: Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor. Si hay algo que conlleva la amistad es la fidelidad. Los mandamientos nos ayudan a vivir la fidelidad a Dios. No están dados para imponernos nada ni para fastidiarnos la vida, sino para ayudarnos a proteger, cuidar, custodiar nuestra amistad con Dios. Los mandamientos conservan la pureza de nuestro corazón y sí, son exigentes, pero necesarios. Nuestra fidelidad al amor de Dios pasa por los mandamientos. Son un gran testimonio también entre quienes nos rodean que, si nos vieran vivirlos más y mejor, quizá tendrían menos reticencias sobre la Iglesia. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Cuántos modos y maneras hay de vivir esto. Mil. El que da la vida no es el que se tira a un río para salvar a otro, sino el que no vive para sí y entrega generosamente su tiempo, su esfuerzo, su perdón, se sacrifica por los demás, mira más por las necesidades de los otros que por las suyas…
No voy a terminar la homilía sin recordar que estamos en el mes de la Virgen María y que nuestra Madre del Cielo también se merece lo mejor de nosotros mismos. Acordémonos de ella durante estos días de modo especial, que ella nunca se olvida de nosotros.