Homilía de la Solemnidad de la Ascensión (Mc 16, 15-20)
Hoy día es común encontrarte con gente que tiene doble nacionalidad. La facilidad con la que hoy podemos ir de un país a otro a estudiar, trabajar, visitar, etc., ha propiciado que sea común que personas de distintos países se casen y sus hijos tengan doble nacionalidad o que personas que llevan tiempo trabajando en un país se terminen identificando con él y obtengan la nacionalidad de dicho sitio. En España sucede mucho. Sin embargo, no todas las personas pueden hacerlo. Según parece, salvo que se sea de un país con el que España tenga dicho acuerdo, si un extranjero quiere adquirir la nacionalidad española tiene que renunciar a la suya en el acto en el que se nacionalizas. Luego depende de si su país de origen sigue reconociendo su anterior nacionalidad o no porque cada país es soberano en este tema. Pero, si tienes la doble nacionalidad, asumes los derechos y deberes que implica cada una de ellas.
La cuestión es que me ha parecido un tema recurrente para hablar de la solemnidad que celebramos hoy y de las lecturas que leemos en la misa. Desde el punto de vista espiritual y existencial, el cristiano es una persona con doble nacionalidad. Somos hijos de este mundo, de este tiempo, de esta cultura. Dios, que nos ha creado y nos ha dado la fe, al hacerlo, no nos ha colocado en otra dimensión o en una especie de burbuja, sino aquí, en medio de esta sociedad, con la gente que pertenece a este mundo. Pero, a la vez, somos ciudadanos de otro lugar que no podemos encontrar aquí. Somos hijos de Dios y, por tanto, somos ciudadanos del Cielo, la Jerusalén celestial. Es un pasaporte que hemos recibido con el sello del Bautismo. Estamos peregrinando hacia nuestra verdadera patria, nuestra vocación definitiva, nuestra meta: el Cielo. Somos, entonces, ciudadanos de este mundo porque en él nos ha puesto Dios, y ciudadanos del Cielo porque hacia él nos conduce el Señor a través de la fe y su Palabra.
La solemnidad de la Ascensión y las lecturas que le son propias nos recuerdan esta doble nacionalidad. La primera lectura y el Evangelio cuentan cómo Jesús resucitado, después de aparecerse numerosas veces a los apóstoles y discípulos y darles sus últimas instrucciones, subió al Cielo ante sus ojos y se sentó a la derecha de Dios. Esta expresión, «se sentó a la derecha de Dios», significa que el Hijo de Dios sube al Cielo con la humanidad que asumió y, por ello, el poder, la realeza, la gloria que le corresponde como Hijo de Dios, le corresponde también, ahora, como Hijo del hombre.
Y lo grandioso es que, desde ese momento en el que Cristo entra en el Cielo con su humanidad, nos abre las puertas del mismo a todos los seres humanos, porque uno de los nuestros, uno de nuestra misma carne, ha alcanzado la meta a la que nos dirigimos. Cristo nos ha abierto las puertas de nuestra patria celestial para que podamos ir allí. Aquí toman mucho sentido las palabras de san Pablo a los Efesios: que Dios ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos. Podemos decir que Cristo nos ha concedido la nacionalidad celestial.
Sin embargo, para asumir esta nacionalidad celestial no es necesario que renunciemos a nuestro pasaporte terreno. Por eso, según san Marcos, en las últimas instrucciones que da Jesús a los apóstoles antes de subir al Cielo les dice: ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. Jesucristo no quiere que nos evaporemos de este mundo, sino que nos preocupemos de él para llevar su Palabra, su presencia, y mejorarlo. Como ciudadanos del Cielo tenemos una esperanza que va más allá de esta vida y es nuestro deseo alcanzarla. Queremos ver a Dios y gozar eternamente de su amor. Pero, como ciudadanos de este mundo, tenemos el deber de no olvidarnos de él y luchar para transformarlo con la semilla del Evangelio. Ante el mal del mundo, la falta de fe, las injusticias, todo género de pobreza, de mentira y corrupción, la respuesta cristiana no es ni el desaliento ni el desprecio de las personas o de la sociedad, sino el amor. Nuestra vocación nos pide amar este mundo y la gente que hay en él, no para vivir la vida sin más en plan carpe diem, sino para transformar el mal que hay en él.
Dejo un enlace de la Carta a Diogneto, que habla precisamente de esta doble nacionalidad del cristiano, para que nos ayude a identificarnos cada vez más con nuestra ciudadanía terrestre y celestial. La Virgen María nos enseñe a aspirar a nuestra patria celeste mientras luchamos por mejorar la terrena.