Homilía de la Solemnidad de la Santísima Trinidad (Mt 28, 16-20)
Esta semana casi me da un patatús en la parroquia. El motivo es que alguien ha dejado en la sacristía unas hojas escritas por niños. Cuando me pongo a cotillearlas, resulta que se trataba de exámenes que les habían hecho en el grupo de los que se van a confirmar ahora (con 12-13 años). La razón de mi inicial indignación, además de las faltas de ortografía, es que una de las preguntas era «¿quién instituyó la Confirmación?» y yo leía todas las hojas y la respuesta unánime de los chicos era «los Apóstoles», como si los Apóstoles se la hubieran inventado. Así que estaba indignadísimo, hasta que me di cuenta de que al leer la respuesta de los chicos me había equivocado de línea y que todos, sin excepción, habían contestado bien, que el sacramento de la Confirmación lo instituyó Jesús. A lo mejor alguno, al leer esto, se está diciendo a sí mismo «pues yo habría puesto que los Apóstoles o san Pablo o cualquier otra cosa parecida». Jeje. Pues no. Ni los Apóstoles, ni los Papas, ni los obispos se han inventado la Confirmación. Todos los sacramentos han sido instituidos por Jesucristo. Ciertamente, no hay en la Escritura un acto formal por el que Cristo instituya este sacramento, como lo hay con el Bautismo o la Eucaristía, pero los Apóstoles no se lo inventan. Si ellos vieron que debían transmitir el Espíritu Santo a través de la imposición de manos no fue porque se les ocurriera en una noche de insomnio o en la sobremesa de una comida o reunidos en Concilio. Lo hicieron porque fueron conscientes de que debían transmitir a los demás el don del Espíritu Santo que ellos mismos habían recibido en Pentecostés. Ellos lo reciben en Pentecostés y no se lo guardan para ellos, sino que lo comunican al resto. Luego el origen no está en ellos, sino en aquél que se lo envió: Jesucristo.
Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, un solo Dios y tres personas distintas (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Con este misterio de Dios pasa lo mismo. No es un dogma inventado por nadie, sino algo que Jesucristo nos revela. Cierto es, que tampoco hay un momento en la Escritura donde Jesús o un profeta diga «Dios es Trinidad» así tal cual. Pero hay muchas formas de decir y expresar las cosas. Y, al leer los Evangelios, vemos cómo Jesucristo al hablar de Dios distingue al Padre y al Hijo pero, a la vez, dice que son uno en el Espíritu Santo. También habla de que el Padre ha enviado al Hijo y que Él envía al Espíritu Santo y todos tienen el mismo poder y merecen la misma gloria. Y, si tomamos pie del Evangelio de hoy, cuando les dice a los discípulos que enseñen a guardar lo que Él ha mandado y bauticen a la gente, no dice que bauticen simplemente «en nombre de Dios», sino en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Tampoco dice «en los nombres del Padre y del Hijo…», sino «en el nombre de…». En definitiva, nuestra fe en la Trinidad no es un invento de los Apóstoles o de algún Papa, sino que es la misma enseñanza de Jesucristo la que nos lo descubre y, posteriormente, la Iglesia ha tratado de explicarlo y contarlo lo mejor posible con las palabras que hoy usamos.
En el fondo, que Dios sea Trinidad de personas, significa que no hay en Él soledad, sino que es una familia. Dios es amor (lo hemos oído tantas veces) porque Dios es una familia. El hecho de que seamos bautizados en el nombre de la Trinidad, significa que llevamos su sello ya desde ese momento y entramos a formar parte de esa familia. Es como cuando unos padres en el registro le ponen sus apellidos a su hijo y éste es reconocido como de su familia. Desde el bautismo somos reconocidos hijos adoptivos de Dios. Y, ante eso, podemos tratar de comprenderlo mejor, de hacernos preguntas o, incluso, de pasar a otra cosa porque no entendemos y nos supera, pero, lo que no podemos dejar de hacer es vivirlo y ser conscientes de la grandeza que supone que Dios nos admita en esa familia suya. Somos familia de Dios y hay que decirlo muy alto.
Dentro de esta familia de Dios de la que los cristianos somos parte, cada uno tiene su misión, su lugar, su sitio. Hoy es el día en el que habitualmente la Iglesia quiere que nos acordemos de aquellos que dedican su vida a rezar a la Trinidad por los demás. A la par que nosotros llevamos nuestra vida, aquí y allá, que un día estamos celebrando un cumpleaños, otro preocupados por un problema, otro de viaje, etc., hay personas que dedican día y noche al trabajo y la oración por todos nosotros. Son personas que ofrecen los días que pasan en esta vida por los demás, por nosotros, para que podamos seguir con nuestra vida de la mano de Dios. Su vida es nuestro aliento y nuestra fuerza, nuestra fidelidad a Dios y nuestra esperanza. Son los monjes y monjas de clausura. No olvidemos en esta Jornada Pro Orantibus rezar por ellos en acción de gracias por su sacrificio.