Homilía del 11º Domingo del Tiempo ordinario (Mc 4, 26-34)
La primera Copa del Mundo de fútbol, ahora que estamos en época de Mundial, se celebró en 1930 en Uruguay, justo en el periodo de entre guerras, y solamente participaron 13 selecciones (ahora participan 32 de los cinco continentes). Los futbolistas no eran profesionales, no había premios, ni vuelta de honor, nadie tenía la sensación de estar haciendo historia. Los jugadores franceses tuvieron que hacer un viaje de 15 días en barco para poder participar, los yugoslavos, más largo todavía. Cómo ha cambiado el cuento, ¿no? Ahora es un acontecimiento de proporciones inimaginables, que mueve una cantidad de gente y de recursos impresionante, tanto, que también escandaliza. Las premios y primas por ganar son tremendos. Las televisiones pagan una millonada por retransmitirlo y todo el mundo, aunque no le guste el fútbol, quiera o no, está pendiente de lo que sucede. Pues, fijémonos que todo empezó con 13 selecciones amateur en 1930.
En el Evangelio de hoy Jesucristo nos habla precisamente de cómo el Reino de Dios es algo que comienza siendo muy pequeño, casi insignificante, para convertirse en lo más grande y maravilloso a que podemos aspirar. Lo hace a través de dos parábolas: la semilla que se echa en tierra y va creciendo sola y produciendo el fruto sin que el sembrador sepa cómo; y el grano de mostaza, que es la más pequeña de las semillas, pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra. Son parábolas que hablan fundamentalmente de la confianza y la esperanza en Dios.
La primera parábola incide en cómo durante mucho tiempo el labrador trabaja un montón sin ver que la semilla dé fruto. Lo hace porque confía en la fuerza de la semilla. La comparación enseña que el reino de Dios crece aunque no lo parezca. Pudiera parecernos, en ocasiones, que hacer el bien, decir la verdad, rezar, perdonar, ayudar a los demás, servir a Dios no vale la pena. Quizá somos de los que algunas veces hemos pensado «si no fuera cristiano estaría mejor porque podría hacer lo que me diera la gana, como fulanito…». Quizá hay momentos en que nos parece que la vida sin Cristo es más fácil porque nos comparamos con otros que no creen y vemos que ellos «pueden» hacer sin remordimientos ciertas cosas que a nosotros nos gustaría hacer… Seguro que al labrador de la parábola también le parece más fácil la vida del que le da igual todo y vive tumbado todo el día, pero ese no es el camino. Esta parábola nos invita a confiar en Dios. El fruto de todo lo que vivimos está en sus manos y llegará tarde o temprano. Él sabe, Él nos guía, Él nos cuida. Deja todo en sus manos. San Ignacio de Loyola decía «actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios». Esta es la convicción que sostiene al cristiano.
La segunda parábola transmite un mensaje parecido, pero desde otro punto de vista. Una pequeña semilla, la de la mostaza, que produce un fruto tremendo. El reino de Dios es así, humanamente pequeño, formado por quienes no son importantes a los ojos del mundo, pero que esconde la fuerza de Cristo que es capaz de transformar la vida de las personas para llevarlas a su plenitud. Aparentemente las cosas espirituales no son nada. Uno dice que reza o que va a misa y se confiesa y nadie lo toma en serio. Incluso, en ocasiones, podemos tener la sensación de que perdemos el tiempo. Pero, en realidad, Jesucristo ha cambiado nuestra vida y le ha dado una vocación y una esperanza de eternidad. Puede que nos parezca que nuestras obras no son gran cosa, que frente al mal, la injusticia y la mentira del mundo lo que tratamos de vivir no vale nada, sin embargo, Dios se sirve de todo lo pequeño para transformar la vida de las personas y, a través de eso, cambiar el mundo. Porque lo importante no es la grandeza de nuestras obras, sino la fuerza de Cristo que reside en ellas. Decía un sacerdote que nosotros somos como el número cero. El cero, por sí solo, no vale nada, no tiene valor. Pero si lo ponemos a la derecha del uno se convierte en diez. Si ponemos otro cero en cien y así sucesivamente. Pues nuestras obras por sí solas son un cero (a la izquierda, se entiende), pero si las ponemos a la derecha del uno, que es Jesús, entonces multiplican su valor. Así actúa Dios.
Dice Benedicto XVI comentando estas parábolas: «El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos».
Que la Virgen María, que acogió como tierra buena la semilla de la Palabra divina, nos haga fuertes en esta esperanza.