Homilía del 22º Domingo del Tiempo ordinario (Mc 7,1-8.14-15.21-23)
Contaba una madre que su hijo cuando tenía ocho o nueve años le dio una respuesta de esas que dan los niños que no sabes si reír o enfadarte. Se supone que tendrías que poner cara seria, severa, como diciendo no te voy a pasar una, pero en el fondo te estás partiendo de risa y casi no puedes contenerte. Resulta que estaban comiendo en casa y el niño se levanta porque quería ir al cuarto a por algo, la madre le dice que cuando se está comiendo no se levanta uno de la mesa sin permiso y que se siente. El niño no cede “es que quiero ir al cuarto a por…”, “¡que te sientes!”, “no, mamá, déjame ir que quiero traer”, “si no te sientas no coges la PSP en todo el fin de semana”. Entonces el niño todo enfurruñado se sienta, mira a su madre enfadado y le dice “vale, me siento, pero que sepas que por dentro estoy levantado”. Ahí tenéis a un auténtico William Wallace que, doblegado en su cuerpo, era imposible doblegar su interior y se mantuvo firme en su rebeldía.
Doblegar el corazón. Rendirse de verdad. Los papás esperan que todas las normas que ponen en su casa y las enseñanzas que transmiten a sus hijos modelen su corazón y los conviertan en hombres y mujeres de bien. Dios también espera eso de su Palabra y de su Gracia, la que nos comunica en los sacramentos. Si eso no sucede, estamos perdidos.
Las lecturas de hoy tratan este tema, particularmente el Evangelio. Vamos a verlo. Unas prácticas religiosas que tenían bastante importancia entre los judíos de los tiempos de Jesús eran las purificaciones. Ellos eran conscientes de que el pecado les apartaba de Dios y que para poder acercarse a Él necesitaban limpiarse de esos pecados. Para expresar ese deseo de limpieza del alma se habían instituido una serie de ritos de purificación. Como para los judíos las comidas tenían un sentido religioso, pues en ellas se recibían los alimentos recibidos de Dios y se compartía el hecho de formar parte de su pueblo, antes de comer había que lavarse bien las manos y hacer lo mismo con los utensilios. No era tanto una cuestión higiénica como una cuestión espiritual. Quien no lo hiciera contaminaría con sus pecados los alimentos recibidos de Dios y así se contaminaría él mismo aún más al comerlos. Esto es lo que achacan a Jesús y a sus discípulos.
La respuesta de Jesús, este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi, pone en evidencia el tipo de religiosidad que vivían: en apariencia estaban sentados a la mesa, limpios y cerca de Dios, pero su corazón, en el fondo, estaba levantado contra Él porque seguían enganchados a sus maldades. Todo era una mera práctica ritual externa que no tocaba el interior.
Por eso, también Jesús explica: de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro. La práctica religiosa tiene que entrar en esto, en cambiarnos por dentro.
Imaginemos una piedra de río que está continuamente bañada en el agua del río. La cogemos, la sacamos, la partimos y, por dentro, está completamente seca, no ha llegado el agua a su interior. Así somos nosotros cuando lo que hacemos por fuera no va acompañado de la rectitud de dentro. Podemos ir a misa, comulgar, rezar por las noches, llevar una cruz en el pecho y seguir toda una serie de prácticas religiosas, pero, puede que la gracia de Dios no nos moje, no nos penetre ni llegue a lo profundo de nuestro interior. En ese caso, ni Dios nos salva ni nos hace felices. Sencillamente, adereza un poco nuestra vida como el aceite y el vinagre una ensalada, pero no da sustancia ninguna, no es el verdadero alimento. Religión vacía, inútil, que quizá nos haga sentir mejor, pero ya está.
La verdadera religión, el verdadero catolicismo lo vivimos en dos fases: primero, tengo que encontrarme con Dios en la misa y la oración y hacerlo verdaderamente y con frecuencia. Le pregunté una vez a un chico que qué tal se llevaba con Dios y me dijo “muy bien, casi no nos vemos porque a mí no me van esas cosas». Pues hombre, eso no es que te lleves bien, es que no te llevas y punto. No forma parte de tu vida. No te mientas a ti mismo. Sin oración, no hay relación con Dios. Le estás rechazando.
No obstante, también es necesaria la segunda fase: que ese encuentro con Dios, esa amistad que tenemos con Él, nos haga mejores. Conozco una familia en la que el marido y los dos hijos, ya crecidos, le dicen a su madre cuando la ven con el ánimo bajo o con poca paciencia y algo gritona: “mamá vete a la iglesia a rezar que cuando lo haces vuelves mejor”. Pues eso nos debería pasar a nosotros. Lo que hacemos aquí, recibir la gracia de Dios, cambie nuestro corazón y evitemos todas esas obras que mencionaba Jesús en el Evangelio, que cumplamos mejor los mandamientos, que seamos más atentos con el prójimo, que aceptemos mejor las cruces que Dios nos manda, que reaccionemos mejor ante las injurias, que no critiquemos, que nos entreguemos más y mejor a las personas. Mejores padres, mejores esposos, mejores hijos, mejores amigos, mejores sacerdotes… mejores cristianos. No tengamos miedo de pasar a este nivel.
Vamos a fijarnos en aquella que es verdaderamente pura de corazón, en la cual no hubo ni hay doblez ninguna. Que la Virgen María nos conceda la verdadera virtud de la religión y que así demos verdadero testimonio de la grandeza del Evangelio en el mundo.