Homilía del 28º Domingo del Tiempo ordinario (Mc 10, 17-30)
Juan era un joven italiano, familia acomodada, padre empresario y madre muy devota. No estudiaba nada de nada porque se pasaba el tiempo de fiesta en fiesta, derrochaba el dinero con amigos, aunque también era dado a compartir con los pobres. Estuvo en la cárcel porque le pillaron en una batalla campal entre los de su pueblo y los del pueblo de al lado. Su padre pagó la fianza. A pesar de ello quiso enrolarse en el ejército, pero Dios intervino en su vida y empezó poco a poco a cambiar, alejándose de la vida cómoda que llevaba y dedicándose un poco más a las cosas de Dios, hasta ese punto en que sus amigos empezaban a darse cuenta de ese cambio y preguntarle qué le pasaba y que si estaba enamorado. Una día que paseando se encontró una iglesia abandonada y en ruinas, se puso a rezar delante del crucifijo de la misma y oyó una voz que le decía «ve y repara mi casa, que se está cayendo en ruinas». Y se dedicó a usar el dinero de su padre en reconstruir la citada iglesia y otras que estaban también en ruinas, así como atender a pobres y enfermos. Su padre le denunció y le obligó a renunciar a su herencia. Juan se convirtió en quien nosotros conocemos como san Francisco de Asís, cuyo nombre de pila era Giovanni, pero desde pequeño se le conocía como Francesco. Su padre era comerciante de telas y la batalla campal donde le encarcelaron fue, en realidad, la guerra entre Perugia y Asís. Cuando quiso ir al ejército no era otra cosa que participar en la guerra entre los Estados Pontificios y el Sacro Imperio Romano Germánico. La experiencia delante de la iglesia medio derruida de San Damián, junto con otras, fue el inicio de su camino como fundador de los Hermanos Menores o franciscanos. Y su seña de identidad de ahí en adelante fue la pobreza.
La vida san Francisco de Asís por sí misma puede ser un grandísimo comentario al Evangelio de hoy. San Marcos nos cuenta cómo un joven de buena familia y buena situación se acerca a Jesús a hacerle la pregunta decisiva de la vida «¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?». Y Jesús, después de una respuesta preliminar pero importante, le dice «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme». Si lo pensamos, Jesús pone a este joven en la misma tesitura que a san Francisco, pero la respuesta es distinta. El santo de Asís se lanzó a seguir a Jesús, mientras que el joven del Evangelio (aunque san Marcos no dice que sea joven, lo sabemos por lo que dice san Mateo al contar el mismo encuentro) ante la llamada de Jesús «frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico». No seguir a Jesús le dejó triste, pesaroso.
No hay duda de que san Francisco fue un instrumento de Dios para reconstruir la Iglesia. No se trata de las iglesias medio derruidas que ayudó a levantar con sus bienes, sino la renovación que trajo a la santa Madre Iglesia con su modo de vivir el Evangelio. La cosa es que, viendo esto, podemos pensar ¿y si el joven rico hubiera seguido la llamada de Jesús a dejarlo todo y seguirle? ¿Qué habría sido de su vida? ¿Para qué podría haber sido instrumento de Jesucristo? ¿A cuánta gente podría haber hecho bien? Nunca lo sabremos porque se dio la vuelta y se marchó. Podía haber sido muchas cosas para Dios y para los demás, pero prefierió quedarse en ser un hombre rico. Buena gente, pues cumplía los mandamientos, pero nada más. ¿Qué le impidió seguir a Jesús? Su corazón no logró desapegarse de los bienes que tenía. Por eso, al verle marchar, Jesús exclama mirando a sus discípulos «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!». ¡Qué gran misterio el de la libertad del ser humano, que podemos dejar al mismo Dios así, mirando, mientras nosotros nos damos la vuelta!
La lectura de hoy nos puede servir para varias cosas. Primero, para pensar que cuando decimos no a Dios hay algo que se pierde, un bien con el que Dios quería bendecir a otros pero nosotros no hemos querido. No podemos esperar que lo que Dios quiere hacer por medio nuestro lo hagan otros. Segundo, el tema de las riquezas. Hay muchas formas de ser rico: el ganar, el tener, ser el tío importante, el hacer uso de mis cosas, el compararme con los otros, el estar a lo mío y que nadie me moleste, aquello de lo que no me puedo desprender, el mi tiempo es mío y todo lo que nos hace vivir en nuestro chiringuito… Hagámonos la pregunta: ¿cuáles son mis apegos? ¿qué es aquello que hay en mi vida que si Jesús me lo pidiera para poder seguirle no sería capaz de dejar y me marcharía como el joven rico?
Saber desprenderse de las cosas materiales es muy importante en la vida espiritual. Nos hace más libres, nos acerca más a Dios y nos hace más sensibles a los demás. El desprendimiento es un modo de invertir lo que tenemos. Es invertir en el Reino de Dios. Que Jesús no tenga que repetir por nosotros eso de «¡qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!». Aprendamos del ejemplo de los santos, especialmente san Francisco. Nos va la vida eterna en ello.