Que pueda ver

Homilía del 30º Domingo del Tiempo ordinario (Mc 10, 46-52)

ciegoSupongo que en más de una ocasión nos habremos encontrado con iglesias antiguas en las que la pila bautismal está en la entrada de la iglesia, normalmente como en un sitio particular y señalado dentro de lo que es la iglesia, casi como si fuera una «habitación». Ese sitio se llama baptisterio. Los antiguos cristianos eran muy cuidadosos con la arquitectura y ornamentación de las iglesias y con todo lo relacionado con las celebraciones litúrgicas. Cada detalle, por muy insignificante que nos parezca a nosotros, tenía un sentido espiritual y catequético (hoy, desgraciadamente, hay iglesias que parece que no se han pensado lo más mínimo en ese sentido). Por eso, el hecho de encontrarnos con el baptisterio en la entrada de una iglesia y en un sitio distinto y casi aparte del de la Eucaristía no es una cuestión sin importancia. Tiene un sentido, que me gustaría hoy explicar. La disposición habitual de las iglesias era la siguiente: el altar, donde se celebra la Eucaristía, está en el este (por donde sale el sol) y todo en la iglesia parece que invita a ir hacia allí. La costumbre era situar el baptisterio en el oeste. Si nos situamos en una época en la que no hay luz artificial y la gente vive aprovechando la luz solar, el este es la parte iluminada, mientras que el oeste es la parte oscura de la iglesia. Ahora, acordémonos de cuando Jesús dice aquello de «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). La colocación de la pila bautismal y el altar era una enseñanza: mientras uno vive sin Cristo, sin bautizar, vive en tinieblas y dominado por el mal, la oscuridad, pero cuando acepta a Cristo en su vida y se bautiza, es iluminado por el Señor, que es fuente de luz y de la verdadera vida. Es, entonces, cuando ya puede pasar hacia el altar, la parte iluminada, a escuchar la Palabra de Dios y a recibir a Jesús en la Eucaristía. Se trata de gestos, lugares, ritos, que manifestaban que el bautismo no es un rito cualquiera, sino que supone salir de lasblind-beggar.jpg tinieblas del pecado y de la vida sin Dios y vivir en la luz de Cristo.

El Evangelio de hoy tiene mucho que ver con esto. Jesús hizo grandes milagros. Curó a gente, alimentó a multitudes con cuatro cosas, exorcizó a poseídos, resucitó muertos. Vivir eso tuvo que ser impresionante. Pero con cada milagro Jesús trataba de llevar a la gente a algo más grande. Por eso siempre en cada milagro hace un comentario acerca de la importancia de la fe o de la conexión entre ese milagro y la llegada del Reino. En el texto que leemos hoy Jesús cura a un ciego que estaba en la cuneta de un camino pidiendo limosna. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de la grandeza que supone el que una persona ciega pueda ver. Poder admirar la belleza de las cosas, ver a las personas con las que tratas, poder ganarte la vida o simplemente ir por la calle sin peligro. La vida de Bartimeo cambió tremendamente después de ese milagro.

Cuando san Marcos nos cuenta este hecho dice, al final del todo, que Bartimeo «al momento recobró la vista y lo seguía por el camino». Si, después de ser curado, en vez de irse a su casa como hicieron otros curados por Jesús, siguió al Señor por el camino, es que no sólo fueron curados los ojos de su cuerpo, sino también los ojos de su espíritu. Y con esos ojos del espíritu vio la luz que Jesús trae a la vida de los hombres. Su propia vida, en un sentido existencial, pasó de las tinieblas a la luz. Pasó de estar tirado al borde del camino a caminar detrás de Jesús. Pasó de pedir limosna a entregarse él mismo. Si fue importante el cambio que supuso en su vida el poder ver con los ojos del cuerpo, no menos, sino más importante fue el poder ver con los ojos del alma que Jesús es nuestro salvador y que vale la pena dejarlo todo por Él.

cathopic_1485039491391218.jpgSería bueno que este texto nos condujera a pedirle al Señor que nosotros también seamos curados de nuestras cegueras o problemas de vista. Quizá nuestra alma tiene cataratas y vemos borrosa la presencia de Dios en nuestra vida. Quizá seamos miopes y nos cueste ver a los que están más allá, las necesidades de la gente que sufre o que vive sin Dios. O quizá tengamos hipermetropía en el corazón, no vemos de cerca y somos súper dedicados a las cosas y las personas de fuera pero en casa somos un horror. Es posible que padezcamos estrabismo y por un lado tratamos de estar con Dios pero por el otro el mundo nos atrae demasiado. O astigmatismo y no enfocamos bien nuestra vida donde debe estar.

«Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Que el Señor nos cure como curó a Bartimeo. «¿Qué quieres que haga por ti?». «Maestro, que pueda ver». «Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino». Necesitamos que este proceso se haga realidad en nuestra vida.

 

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