Si no tengo amor, de nada me sirve

Homilía del 31º Domingo del Tiempo ordinario (Mc 12, 28-34)

san-Martín-de-P..jpgHe celebrado misa en una residencia antes de sentarme a escribir la homilía. Y como está reciente la celebración de Todos los Santos les he preguntado a los ancianos que cuál era su santo favorito. San Antonio, san Francisco, santa Gema,… salieron un buen número. Y de ahí hemos pasado a hablar de uno de los santos del día, que es san Martín de Porres un santo peruano mulato de finales del siglo XVI y principios del XVII. Entonces, como le conocían, les he preguntado qué es lo que destacarían de él y han acertado en el clavo. Una anciana ha dicho «la humildad» y otra «la caridad». La vida de san Martín de Porres, o Martín de la caridad, como también se le llama, se conoce fundamentalmente por dos cosas: era el barrendero de su convento y acudía mucha gente a él para recibir limosnas y sus atenciones de enfermero. En otras palabras, tenía el oficio más humilde de todos y dedicaba su vida enteramente al servicio del prójimo. El Papa san Juan XXIII, en la homilía de la canonización, destacó sobre él: su profunda humildad que le hacía considerar a todos superiores a él, su celo apostólico y sus continuos desvelos por atender a enfermos y necesitados, lo que le valió, por parte de todo el pueblo, el hermoso apelativo de «Martín de la caridad».

Como siempre sucede, los santos son un comentario vivo del Evangelio y con san Martín de Porres sucede de cara al evangelio de hoy. San Marcos nos cuenta la respuesta de Jesús a la pregunta de un escriba sobre cuál es el mandamiento principal de todos. Dentro del ámbito judío esta pregunta tenía mucho sentido porque los judíos en aquel entonces tenían 613 mandatos: 248 positivos y 365 negativos. Existían clasificaciones según su importancia y se discutía en las escuelas rabínicas cuál o cuáles eran más importantes.

«¿Qué mandamiento es el primero de todos?» Respondió Jesús: «El primero es: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos».cathopic_150964649946440.jpg

En medio de ese contexto, Jesús centra la vida en lo más esencial e importante: el amor. El amor es lo que da significado a la vida humana. No lo da un viaje al lugar más bonito del mundo, ni tampoco un coche de gama alta. No lo da irse de compras o que tu equipo gane todos los títulos (esto, para los que somos del Madrid, es un consuelo ahora mismo). No da significado y sentido a nuestra vida poder irte de comidas y cenas cada dos por tres o que los demás te den siempre la razón. No lo dan uno o cinco títulos universitarios ni varias o muchas condecoraciones. Tampoco el aplauso, la aprobación y la admiración de la gente logra dar sentido a la vida. Imagina aquello que puedas imaginar como más grande e impresionante, algo que todos desean, algo que tú mismo anhelas, que lo ves en los demás y te mueres de envidia, pero que no tenga que ver con el amor… siempre será polvo y vacío. San Pablo en su primera carta a los corintios llega a decir que «si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados… pero no tengo amor, de nada me serviría» (1 Cor 13, 2-3). La vocación de todo ser humano pasa irremediablemente por el amor. Y si no, jamás se realiza. Por eso, un barrendero como san Martín de Porres puede ser declarado santo.

Jesús, volviendo a su respuesta al escriba, dirige el amor hacia dos direcciones: Dios y el prójimo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… amarás a tu prójimo como a ti mismo. Lo propio del amor es salir de uno mismo hacia otro. Nuestro corazón está hecho para eso. Podemos encontrar mil razones para no reconocer la primacía de Dios en todo, perdiéndonos en otros tantos argumentos. Cuando no amamos a Dios nuestro corazón nota que le falta eso. Podemos encontrar cien justificaciones para no perdonar a otra persona o para no luchar por una amistad o para no estar pendientes del otro o para echarle la culpa de todo. Nuestro corazón cargará con ello porque está hecho para amar y en todo aquello que supone desamor encuentra vacío y sufrimiento.

cathopic_1518802629208802.jpgPor eso, ante la enseñanza de Jesús, que pone la centralidad de la vida en el amor, las preguntas son: ¿dónde, con quién, no estoy viviendo esta vocación al amor? ¿Qué es lo que me hace encerrarme en mi mismo y proteger mi egoísmo tras multitud de razones? Me llevo acordando todo el día de una frase que Yahvé dice a través del profeta Ezequiel: «arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26). Y cuánta falta nos hace.

Virgen María, enséñame a amar como tú.

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