Homilía de la solemnidad del Bautismo del Señor (lecturas)
Hay una señora en mi parroquia que tiene dos nietas, una de quince años y otra de ocho. Es una señora que, aunque es abuela, es joven y, de hecho, cuando va con sus hijas la gente se cree que son hermanas por lo joven que parece ella (y no porque sus hijas parezcan mayores, que conste). Hace unas semanas, la nieta de seis años se le acerca y le dice: «Aya, vosotros, en la antigüedad, ¿cómo celebrabais Halloween?». ¡En la antigüedad! ¡Para su nieta ella formaba ya parte de la antigüedad! ¡Qué grande! Esta niña, con tan sólo seis años, le hizo sentir a su abuela, así de golpe, que un día eres joven y, al otro, formas parte de la antigüedad. Es nuestro destino en la vida.
En el ritmo de la liturgia parece que también hemos dejado la Navidad en la antigüedad. La semana pasada celebramos la adoración de los Magos y veíamos a Dios hecho niño y hoy celebramos el bautismo y vemos al mismo Dios hecho ya un adulto bautizándose en el Jordán. Nos hemos saltado en una semana la friolera de 30 años. Así, de golpe. Nos los hemos comido. De todo lo que sucede entre medias, excepto de que estuvieron un tiempo en Egipto y de la vez que Jesús se pierde en el Jerusalén, no sabemos nada. Silencio. Pero un silencio que nos dice mucho. El Hijo de Dios ha querido recluirse en su pueblo de Nazaret durante 30 años y llevar una vida normal. Una vida con la monotonía propia de un pueblo pequeño como era Nazaret, en compañía de su familia, amigos, vecinos, etc.
Para nosotros es muy importante, porque la mayor parte de los días que pasamos en esta vida son días normales, habituales. No suceden acontecimientos especiales todos los días (no nos dan premios todos los días, no salimos en la tele, no estamos de bodas cada dos por tres, etc., etc.). Cuando pasemos a ser parte de la antigüedad, veremos que en el cómputo global de los días de nuestra existencia esos días tan significativos son pocos. Que el Hijo de Dios haya querido vivir así la mayor parte de su vida en la tierra significa que Dios da importancia y valor y le agrada cada uno de nuestros días normales y corrientes.
Nadie nos tiene que enseñar la importancia del cada día, pues, si lo pensamos, los grandes objetivos en esta vida se gestan en los días normales. ¿Las bodas de oro de un matrimonio? Se forjan en la fidelidad mutua del día a día. ¿La buena educación de un hijo? En lo que se le enseña cada día. ¿Un éxito profesional o deportivo? El trabajo diario realizado con responsabilidad y disciplina. ¿De qué depende entonces la santidad? De cómo vivimos el amor a Dios y al prójimo y de cómo luchamos contra el pecado en el día a día. Tiene mucho sentido lo que san Pedro, al predicar, cuenta sobre Jesús: Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. «Pasó haciendo el bien». Ése era su día a día y ése ha de ser el nuestro.
Todos esos treinta años de vida escondida de Jesucristo nos enseñan el valor de la vida diaria normal y corriente para ser santos y agradar a Dios.
Pero, también hay días que son especiales y que suponen un antes y un después por la importancia de lo vivido. La celebración del Bautismo del Señor nos lleva a aquel momento en que Jesús es bautizado por Juan en el río Jordán. Dice el relato de san Lucas que nada más bautizarse Jesús mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma, y vino un voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». En la Biblia, la expresión «abrirse el cielo» significa que hay un momento en el que la distancia entre el cielo y la tierra se elimina y Dios va a bendecir, va a realizar una intervención especial suya, va a compartir su vida con nosotros de alguna manera. En el bautismo de Jesús se dice que al abrirse los cielos baja el Espíritu Santo y el Padre identifica a Jesús como su Hijo («Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco»).
Cuando fuimos bautizados también se abrieron los cielos para nosotros. También Dios compartió su vida con nosotros y también repitió la frase «Tú eres mi hijo, el amado», porque en el bautismo nos adoptó en su familia. Somos hijos adoptivos de Dios. El bautismo no es sólo un rito para comenzar a ser cristiano. No es sólo un requisito para hacer la primera comunión o para casarse por la Iglesia. Sucede realmente una transformación interior porque Dios nos toca a través del rito del agua y las palabras «yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». Dios interviene para darnos su Espíritu. Y con el don de su Espíritu, nos llama a vivir como hijos suyos.
He leído en algún sitio una frase: «Conviértete en lo que eres». Somos hijos de Dios por el bautismo, vivamos como tales. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? En la vida normal y corriente, esa vida que Cristo nos ha enseñado a valorar durante treinta años de su vida terrena haciendo el bien.
Encomendemos a nuestra Madre del Cielo nuestra santidad de cada día.
Preciosa y evidente reflexión sobre otra “muestra” de Dios Padre para con Su Amor, mediante Dios Hijo y, Su Donación por medio de Su Espíritu Santo.
Dios le bendiga y permanezca siempre a su lado, D. Guillermo.
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Dios te bendiga a ti tb Fernando! Gracias x comentar
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