La página más difícil del Evangelio

Homilía del 7º Domingo del Tiempo Ordinario (lecturas)

suoreEn 1995 hubo una epidemia de ébola en el Zaire, actual República Democrática del Congo. El primer contagio se produjo en un poblado cerca de la ciudad de Kikwit, una de las capitales de provincia de allí, relativamente cerca de la actual capital del país, Kinsasa. Un hombre que llegó a casa del trabajo con fiebre y hemorragias y murió a los diez días. Le siguieron su hijo, su hermano y otros miembros de la familia. El brote se llevó a 250 personas. Entre esas personas hubo seis religiosas de las «Hermanas de los Pobres», todas enfermeras. Cuando empezó a saberse lo que pasaba el gobierno decretó la paralización de los transportes en un intento por frenar la enfermedad, pero a las hermanas se les dio la oportunidad de irse. Ellas se negaron. Sabían del riesgo, tuvieron la oportunidad en la mano, pero se quedaron para atender en el hospital. Con los medios de entonces en un país africano, el conocimiento que se tenía hace veinti pico años del ébola, terminaron contagiándose y murieron. Se las considera mártires de la caridad y están en proceso de canonización. No quisieron abandonar a los enfermos y pobres a los que habían dedicado su vida ni siquiera cuando la suya propia estaba en peligro.

¿Hasta qué punto tenían obligación moral de permanecer allí o de salvar su vida para poder seguir atendiendo gente muchos más años? La discusión podría llevarnos mucho tiempo con argumentos a favor y en contra de su decisión y sería apasionante. Ellas nunca se preguntaron eso. Lo cierto es que amaban a los pobres y los enfermos más que su propia vida y la entregaron. Sin discusiones.

En la vida cristiana hay veces que nos preocupan mucho los mínimos, concretamente loscathopic_1514855201934481.jpg mínimos para cumplir con Dios. Más allá de la preocupación sobre lo que está bien o está mal y cómo hemos de actuar, en ocasiones lo que nos interesa no es tanto eso como saber cuál es el mínimo que tengo que cumplir para no pecar, cuál es el mínimo que tengo que cumplir para poder comulgar sin confesarme, cuál es el mínimo que tengo que cumplir para que Dios no se enfade conmigo o cuál es el mínimo que tengo que cumplir para, si me pasa algo, no condenarme. Y andamos ahí coqueteando con el precipicio. Hemos de tener cuidado, porque, en el fondo, detrás de estos planteamientos, se puede esconder el yo que quiere hacer lo que le dé la gana al máximo, hasta el límite permitido, y Dios o la Iglesia aparecen como el aguafiestas que me ponen ese límite, límite que cruzaría si no fuera porque temo las consecuencias.

En el Evangelio de hoy, sin embargo, Jesús nos presenta un camino de máximos: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Y da también las razones: será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. En la mente de Jesús el listón está puesto al máximo y eso es lo que pide a los suyos. El que sólo va al mínimo trata de sacar un cinco sobre diez y con eso se conforma. Jesús, sin embargo, sobre diez nos pide un once.

Si lo releemos nos damos cuenta de que esta enseñanza de hoy va más allá de lo que habitualmente consideramos razonable. Lo razonable es que al enemigo, como mucho, dejarle en paz para no volver a tener problemas y vivir cada uno a lo suyo, en su parcela. Pero Jesús dice amad y haced el bien a vuestros enemigos. Lo razonable a quien te pega en la mejilla es sacudirle tú un guantazo semejante. Pero Jesús dice preséntale la otra. Y así sucesivamente. Jesús, en el amor, no tiene límites, quiere el máximo.

cathopic_1509646709428272.jpgUna de las señales más características de que estamos en una sociedad postcristiana es la renuncia al amor a los enemigos, la renuncia al perdón, a tratar al otro con misericordia. Estamos volviendo al ojo por ojo y diente por diente. Hemos renunciado a la alegría del perdón, porque nos afincamos en nuestras «razones» para dejar que el resentimiento anide en nuestro corazón.

Por ello sería bueno, como oración de hoy, pedirle al Señor luz para ver dónde no estamos dando el máximo, sino conformándonos con cumplir, para, acto seguido, pedirle la gracia de poder dar el once que nos pide, especialmente en aquellas situaciones que tienen que ver con el amor a los enemigos que hoy nos enseña.

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