Homilía del 2º Domingo de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia (lecturas)
Hoy vamos a la homilía hablando de golf y de tenis. El golf es ese deporte en el que hay que meter una pelotita dentro de un hoyo usando un palo. A los que practican este deporte se les llama golfistas, no golfos, que es otra cosa. Un partido de golf consiste normalmente en hacer un recorrido por 18 hoyos y gana el que lo haga con menos golpes. Lo curioso de este deporte es que los golpes se van sumando de hoyo en hoyo, con lo cual, cuando terminas un hoyo y pasas al siguiente, llevas sumados los golpes de todos los anteriores. Así, cuando falla en un hoyo y da más golpes de los que debería arrastra esos errores hasta el final, de tal modo que cuantos más errores cometas, más difícil es ganar. En el golf un error en el primer hoyo se apunta en el casillero y lo llevas hasta el final del recorrido, lo cual hace que para ganar un campeonato de golf hay que hacer un juego perfecto en todos los hoyos.
Llega el turno del tenis. El tenis es diferente. Es diferente porque cada punto y cada juego son una oportunidad nueva para dar la vuelta a la cosa. Siempre se puede remontar. Puedes ir perdiendo dos sets a cero y en el tercero tener tu rival tres bolas para llevarse el partido… aún en esa situación puedes levantar las tres bolas y comenzar a ganar hasta llevarte el partido. En el tenis cada punto es una oportunidad nueva de ganar.
Hoy es el día de la Divina Misericordia. La misericordia de Dios se parece más al tenis que al golf, porque gracias a ella cada día es una oportunidad nueva para salvarnos. Durante todo el partido de nuestra vida cada día es una ocasión para vivir el amor de Dios. Hasta el mismísimo momento de nuestra muerte en que el Árbitro pite el final del partido se puede haber tenido el pasado más turbio, pero uno acude a la misericordia divina con arrepentimiento sincero y propósito de cambio y le puede dar la vuelta a la tortilla totalmente y ser un hombre nuevo. Es como si Dios hiciera una especie de resurrección de nuestra alma que, muerta por el pecado, revive para Dios. Así, la historia de la Iglesia nos muestra cómo grandes pecadores se conviertieron después en grandes santos. Véase san Agustín o santa María Magdalena. Fijémonos en el buen ladrón que crucificaron con Jesús y que hoy le llamamos san Dimas.
San Juan Pablo II instituyó esta fiesta con mucho acierto y visión sobrenatural porque, cuánta falta nos hace acercarnos cada día a la misericordia de Dios. No se imaginan qué bendición es para el sacerdote poder ser testigo de cómo las personas encuentran la paz y el amor de Dios en la confesión. Cierto que unas vienen con cosas más graves, otras con cosas más corrientes, unas para decir «es que caigo siempre en lo mismo», otras «esto no me había pasado nunca» o, incluso, «¿podrá Dios perdonarme esto?», pero a todas las personas que vienen arrepentidas la misericordia de Dios les dice «yo te perdono; no te preocupes; sigue esforzándote; vuelve a empezar otra vez, yo te doy mi gracia». Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por 99 justos que no necesitan conversión.
Fijémonos en el Evangelio de hoy. Aparecen los Apóstoles y otros discípulos de Jesús encerrados en una casa tras la muerte del Señor. Todos ellos menos Juan y algunas mujeres le abandonaron y traicionaron en el momento decisivo. Incluso Pedro, que había prometido dar su vida por Él, le había negado reiteradamente. Ni en esta aparición de Jesús ni en ninguna otra hay un reproche de Jesús por esa conducta. Las primeras palabras que les dedica son paz a vosotros. Después de haber sufrido por parte de ellos la traición, el abandono y la negación en el momento en que más los necesitaba, el Señor les desea y les concede la paz. Lo único de que se lamenta Jesús es de la falta de fe de Tomás. Pensémoslo porque también esa misericordia es para nosotros y la recibiremos siempre que con sinceridad y confianza acudamos a ella.
Aprovechemos la misericordia que Dios nos ofrece y, recibiéndola con humildad y gratitud, sepamos también ofrecerla a los demás. Así como nosotros estamos necesitados de misericordia, las personas que nos rodean también necesitan la misericordia de Dios y de la nuestra, para poder alcanzar el perdón y, con el perdón, la paz del alma. Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…
El partido se sigue jugando, así que tenemos tiempo para acudir con confianza a la misericordia de Dios, especialmente en nuestras horas de alejamiento de Dios, de dudas, de dificultades, de angustias, cuando necesitemos consuelo, fuerza, luz, perdón. Que la Virgen Santísima, Madre de Misericordia nos acompañe en este camino y no nos deje alejarnos de su Hijo Jesucristo.