Homilía de la solemnidad de la Santísima Trinidad (lecturas)
En estos días está terminando el curso lectivo: exámenes, notas, graduaciones, notas de selectividad, vacaciones la vista… Si tuviéramos que describir estos días con un título de película, se me ocurre que le pegaría mucho el título de aquella película de 1965 llamada «Sonrisas y lágrimas». Son días de sonrisas y lágrimas. Lágrimas por las notas que no son lo que deberían o a alguno le gustaría, por los que les toca, por decirlo finamente, volver a intentarlo el año que viene o por los compañeros que ya no se van a volver a ver en mucho tiempo. Sonrisas por los buenos logros alcanzados, terminar etapas, ilusiones de futuro, vacaciones merecidas, etc.
Hablando con un chico me decía que quería ir por la rama de humanidades o artes, que eso se le daba mejor, pero que le molestaba mucho porque sus compañeros que iban a coger ciencias le decían que se iba ahí porque no quería estudiar y que ese bachillerato valía menos que el de ciencias. A servidor, que hizo letras puras, este tipo de discusiones le tocan la fibra sensible. Estuvimos hablando de que Dios le ha dado a cada uno un tipo de inteligencia. Hay quien tiene una mente más apta para ciencias, otros más apta para letras. Hay quien tiene una inteligencia práctica, quien la tiene más teórica y quien la tiene más artística. En este nivel no es cuestión de quién es más inteligente o qué es más fácil, sino de encontrar el campo para el cual uno ha sido hecho. Absurdo sería que quien tiene una mente más de físico o matemático quisiera hacer una especialidad en literatura o que quien tiene una mente para las humanidades tratase de ser un crack de la química.
Hoy celebramos el domingo de la Santísima Trinidad, que es un misterio cuya inteligencia supera tanto al matemático como al poeta, al que es capaz de comprender las leyes física como al que sabe latín. Siendo la mente humana algo grandioso, no nos ha sido dado por Dios la capacidad de entender este misterio de Dios. Pero la Iglesia lo reconoce y lo celebra y lo nombra continuamente en todas y cada una de sus oraciones. Y lo hace no porque nadie haya estado dándole vueltas a la cabeza hasta darse cuenta de que Dios es uno pero, a la vez, tres personas, Padre, Hijo y Espíritu, sino porque Cristo mismo lo ha enseñado así. En el texto del Evangelio de hoy Jesús habla del Padre y del ESpíritu que enviará para que continúe enseñando para llevar a sus discípulos la verdad plena.
Cuando nos acercamos a la Palabra de Dios o a rezar, solemos pasar de largo cuando encontramos cosas que no entendemos o que nos parecen muy lejanas. Incluso los sacerdotes los hacemos. Podemos tener la tentación de hacer lo mismo ante el misterio de la Santísima Trinidad y, sin embargo, nos viene muy bien ponernos delante de él, precisamente porque es algo que supera con creces nuestras capacidades. Nos viene muy bien porque es un misterio que lleva a reconocer la grandeza de Dios. Y es que, aunque los hombres juguemos muchas veces a ser Dios, pretendiendo transformar las leyes naturales, incluso la propia naturaleza humana, Dios es más grande que nosotros a todos los niveles y nuestra vida está en sus manos. Nos viene muy bien porque nos lleva a darnos cuenta de que, aunque vivimos inmersos en continuas luchas de egos y orgullos, siempre hay Alguien por encima que nos supera. Nos viene muy bien porque, aunque pretendemos situarnos por encima del bien y del mal, incluso tratando de decidir sobre la vida y la muerte, el misterio de la Trinidad nos recuerda que hay un solo principio y fin, un solo creador y señor de la vida y de todo lo que nos rodea, un solo juez de vivos y muertos.
Quizá el misterio de la Santísima Trinidad no lo podemos entender como un alumno entiende lo que el profe pone en la pizarra, pero sí podemos reconocer lo que Jesucristo ha enseñado y adorar la inmensidad de Dios para decir ante todo lo que no entendemos o no queremos aceptar «Señor, tú sabes más que yo, tú puedes más que yo, tú eres más bueno que yo». Cuántos males hay en el mundo que provienen, en el fondo, del deseo del hombre de ser como Dios, de ponerse en su lugar, de dirigir las cosas sin un Dios que esté por encima. Por eso este misterio que hoy celebramos no es tan lejano como parece, sino que es una luz muy grande que, recibida con humildad, hace que el ser humano se ponga en el lugar que le corresponde para buscar en todo la voluntad de Dios y poner la propia persona al servicio del bien y no todo al servicio de sí mismo.
Con la Virgen María y los santos damos gloria a la Santísima Trinidad todopoderosa y llena de amor.