Homilía del 26º Domingo del Tiempo ordinario (lecturas)
Un día que celebraba misa en una residencia les pregunté a los ancianos a quién le gustaría ver a Jesús. Enseguida empezaron algunos a decir “yo», «yo», «yo también, padre». Pero una señora mayorcísima toda indignada exclama “oiga, que para ver a Jesús hay que morirse”. Y ella no quería morirse, claro. Ciertamente para ver a Jesús o tiene uno una revelación particular o hay que morirse. Ahora solamente los vemos con los ojos de la fe y por tanto muchas veces estamos en la oscuridad. Seguro que si hacemos la pregunta de otro modo, si preguntamos “¿quién quiere ir al Cielo?” todo el mundo levanta la mano para decir que quiere ir. Ahora bien, si preguntamos “¿quién quiere ir al Cielo ahora mismo?”, seguro que muchas manos bajan y ya no quieren tantos. Digamos que no queremos morirnos ni siquiera para ir al Cielo y nos cuesta pensar en las cosas de la vida eterna. Qué diferencia con los santos que aman tanto a Dios que están deseando verle y por ello desean cruzar el puente que los separa de Él que es la muerte. Como cuando san Pablo cuando escribe a los filipenses y les dice “estoy apremiado por dos extremos: el deseo que tengo de morir para estar con Cristo, lo cual es con mucho lo mejor, o permanecer aquí, que es más necesario para vosotros”.
A nosotros nos cuesta pensar en la muerte y pensar en la eternidad. El desprendernos de esta vida y esa especie de no saber que nos vamos a encontrar en el más allá hace que pensar en la muerte y en la eternidad nos dé como vértigo. Sin embargo, es un tema que está muy presente en la predicación del Señor, que lo aborda de distintos modos. En el Evangelio de hoy es una parábola en la que se nos enseña acerca del Cielo y del Infierno hablando sobre dos personajes. Primero nos presenta la situación de cada uno en su vida terrena. Un hombre rico, que vive de lujo sin privarse de nada, y el pobre Lázaro que está en el portal de su casa pasando hambre y cubierto de llagas que vienen incluso los perros a lamer. En el desenlace, el hombre rico se condena eternamente por su egoísmo y su falta de corazón, mientras que el mendigo, que en esta vida recibió males, en la eternidad es llevado por los ángeles al Cielo.
Hay un punto de la parábola a destacar y es el hecho de que el mendigo Lázaro se encuentra en el portal de la casa del rico. El portal es por donde todos entran y salen, con lo cual, sería imposible no verle ahí tirado. Nadie se compadece. Dice el Evangelio que tenía ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y eso que estaba en el portal. Fijémonos también, que, aparentemente, el hombre rico no hace nada malo gozando de la vida… pero al hacer eso su corazón se cierra a la persona que tiene justo en su puerta.
Cuando examinamos nuestra conciencia muchas veces no encontramos que hayamos hecho nada malo y por eso estamos tranquilos. Estamos en un error porque en el fondo pensamos que somos buenos por no hacemos tal o cual mal. Sin embargo, la bondad no es eso. La bondad no se mide por el mal que no hacemos, sino por el bien que hacemos, por su cantidad y su calidad. Ciertamente el hombre rico no se acerca a Lázaro y le mete dos tiros en la cabeza, pero le abandona y por ello no es inocente. Quizá vemos nuestro alrededor muchas injusticias y muchas desigualdades y también mucho caradura que se aprovecha de los demás y clamamos al Cielo por ello con razón, pero si llegamos a casa y tiramos la comida porque no nos gusta, no nos conformamos con la ropa, los enseres y las demás cosas que tenemos y nos quejamos o no somos capaces de reducir de lo superfluo, entonces puede que no seamos directamente responsables de muchas cosas que pasan, pero tampoco somos inocentes. Nos pueden preocupar, por ejemplo, las sequías, pero si llegamos a casa y dejamos el grifo correr más de la cuenta en el lavabo o en la ducha, seguramente no somos directamente responsables, pero tampoco somos inocentes y quizá dentro de un tiempo nos acordemos de lo que hemos derrochado. Quizá alguien de nuestro entorno está triste o preocupado y nosotros no tenemos nada que ver con esa tristeza o esa preocupación, pero si estamos tan metidos en nosotros mismos que no somos capaces de captar que está en problemas y no le ofrecemos una mano amiga o le damos un abrazo o una
palabra que le aliente, cierto que nosotros no seremos la causa de esa preocupación o esa tristeza, pero tampoco movemos un dedo por ayudarle y en ese sentido tampoco somos tan inocentes.
Repito: no seremos buenos por no hacer el mal, sino por el bien que hagamos. Pidamos a Dios un corazón grande que sepa fijarse y valorar las cosas y, sobre todo, las personas, haciendo de Dios el centro de la vida para mirar como Él mira y amar como Él ama.
Ojala que esta parábola nos haga pensar en nuestra vida y también en la eternidad, que nos haga mirar más allá de nuestras cosas y nos abra al prójimo como Dios quiere. Que la Virgen María nos acompañe en este camino.