Homilía del 30º Domingo del Tiempo ordinario (lecturas)
No sé si nos han dicho ya que cuando uno se muere y llega a la puerta del Cielo, allí está san Pedro guardando la puerta y viendo quién puede pasar y quién no. ¿Cómo lo hace? Pues lleva una calculadora y sólo deja pasar a aquellos que consiguen sumar 1000 puntos.
Se cuenta de uno que murió y no lo sabía, entonces se lo tuvo que explicar san Pedro allí mismo: “Mire usted, ahora para entrar en el cielo tiene que llegar a los mil puntos. Si no, abajo. Así que usted me va contando su vida, las cosas que ha hecho y vamos sumando. Cuando llega a los mil puntos, suena una campanita y puede pasar. Dése prisa que hay cola”.
Así que el buen hombre se puso a contar su vida: “bueno, no creo que haya problema. Yo he ido a misa todos los días, no sólo los domingos, todos los días, desde los últimos veinte años más o menos”. Y san Pedro con la calculadora tac-tac-tac: “Ya tiene usted medio punto”. El hombre, que pensaba que esa jugada iba a ser definitiva, empieza a ponerse nervioso. “Eeeeh, a ver. Yo creo que habré rezado el rosario, no todos los días, pero sí la mayoría desde que era pequeño y lo hacía con mi madre y mis hermanos”. Y san Pedro con la calculadora tac-tac-tac: “eso hacen cero veinticinco más, que en total suman 0, 75 puntos”. Ya al hombre le comienzan a subir los vapores porque ve que la cosa se pone fea. “Pues, sí que es difícil. También suelo dar limosna y creo que no he hecho daño a nadie”. “0, 25 más”. “Ayudo a las viejecitas a cruzar la calle, me he leído la Biblia tres veces en tres idiomas distintos, le ayudo a la vecina a subir la compra…”. “¡Con eso suma usted dos puntos en total! Venga que puede” (san Pedro, ahí, animando).
Al final, el hombre después de contar vida y milagros y no llegar ni a los cinco puntos se rinde, se desespera y no se le ocurre otra cosa que decir “Señor, por favor, esto es imposible, como no me ayudes yo no saco los mil puntos para entrar en el Cielo ni de rebote”. Y, miren por donde, justo al decir eso suena la campana de los mil puntos y pudo entrar en el Cielo.
El cielo es como el amor verdadero, no se compra ni se vende. No entraremos en él a golpe de currículum vitae, sino viviendo la vida bajo la misericordia del Señor. Por eso la parábola del evangelio de hoy nos habla de ser humildes ante Dios.
Dice san Lucas que Jesús la contó porque vio a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás y, evidentemente, eso no le gustaba a Cristo. La parábola consiste en dos personas que van al templo a rezar, un fariseo y un publicano. A la salida el publicano sale justificado ante Dios, mie
ntras que el fariseo no.
El fariseo es buena gente, al menos aparentemente. No comete grandes delitos y por eso dice con verdad oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Y además hace cosas buenas ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo (o sea, que daba limosna). Pero hay una actitud de fondo que a Jesús no le gusta. Por un lado, hay un desprecio del otro, un considerarse mejor y, por otro, parece que se considera ya salvado por ser como es. En el fondo entiende que, si para ir al Cielo hacen falta 1000 puntos, él lleva por lo menos 3000.
El publicano lo entiende mejor. Él sabe que es un pecador y que el Cielo, la amistad con Dios no se merece. Por eso, al entrar al templo se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador! La diferencia entre uno y otro es enorme: mientras que el fariseo considera que tiene ganado el Cielo porque él se lo merece, el publicano no se explica cómo Dios es capaz de amarle a él que es un pecador. A Dios le agrada más esta última actitud. De hecho, la primera lectura nos ha enseñado que la oración que agrada a Dios es la del humilde: la oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino.
En el fondo son dos tipos de personas que nos ofrecen dos modos de vivir la fe y, en ese sentido, nos cuestionan nuestra propia actitud. ¿Cómo vivimos nosotros la relación con Dios? ¿Como si fuéramos buenos? ¿Como si no necesitásemos el perdón de Dios? ¿Como si mereciéramos algo? ¿Como si llevásemos muchos puntos? ¿Como si fuéramos mejor que otros? Si nos pasa algo de esto, nos parecemos más al fariseo.
El cristiano ha de vivir siempre como un mendigo ante Dios. Como un pobre que extiende la mano para recibir su misericordia. Pero para eso ha de verse uno pobre, pequeño, débil, pecador. Si no, siempre pensaremos que tenemos méritos, que hemos sumado muchos puntos y nuestra oración será puro postureo. La distancia entre Dios y nosotros, entre su bondad y la nuestra es tan grande, que deberíamos admirarnos incluso de que Dios nos amase. «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?», dice el salmo 8.
Ojalá que tratando de ser lo mejores posible, de sumar los mayores puntos posibles para el Cielo, continuemos orando siempre como el publicano: Oh Dios, ten compasión de este pecador«. Esa es la actitud, pedir como el mendigo, no tanto para que nos vaya bien, sino para ser santos.