Homilía del 32º Domingo del Tiempo ordinario (lecturas)
Un escritor húngaro explicó una vez la existencia de Dios de una manera curiosa. En su relato, aparecen dos fetos en el vientre de su madre y empiezan a hablar entre ellos:
– ¿Tú crees en la vida después del parto?
– Claro que sí. Algo debe existir después del parto. Tal vez estemos aquí porque necesitamos prepararnos para lo que seremos más tarde.
– ¡Tonterías! No hay vida después del parto. ¿Cómo sería esa vida?
– No lo sé, pero… seguramente habrá más luz que aquí, tal vez caminemos con nuestros propios pies y nos alimentemos por la boca.
– ¡Eso es absurdo! Caminar es imposible. ¿Y comer por la boca? ¡Eso es ridículo! El cordón umbilical es por donde nos alimentamos. Yo te digo una cosa: la vida después del parto es una patraña, pura imaginación. El cordón umbilical es demasiado corto.
– Pues yo creo que debe haber algo. Y tal vez sea distinto a lo que estamos acostumbrados a tener aquí.
– Pero nadie ha vuelto nunca del más allá, después del parto. El parto es el final de la vida. Y a fin de cuentas, la vida no es más que una angustiosa existencia en la oscuridad que no lleva a nada.
– Bueno, yo no sé exactamente cómo será después del parto, pero seguro que veremos a mamá y ella nos cuidará.
– ¿Mamá? ¿Tú crees en mamá? ¿Y dónde crees tú que está ella ahora?
– ¿Dónde? ¡En todo nuestro alrededor! En ella y a través de ella es como vivimos. Sin ella todo este mundo no existiría.
– ¡Pues yo no me lo creo! Nunca he visto a mamá, por lo tanto, es lógico que no exista.
– Bueno, pero a veces, cuando estamos en silencio, tú puedes oírla cantando o sentir cómo acaricia nuestro mundo. ¿Sabes?… Yo pienso que hay una vida después del parto que nos espera y que ahora solamente estamos preparándonos para ella…
Si alguna vez hermanos hemos tenido alguna conversación acerca de la vida después de
la muerte, quizá este diálogo entre fetos pueda servir de ejemplo para lo que nos encontramos cuando hablamos de estas cosas. Gente que cree al menos en algo, gente que no cree en nada, gente que cree que nos reencarnamos en otras personas o en animales o en plantas, gente que cree que nos disolvemos en la naturaleza, gente que dice que nadie ha vuelto para contarlo. Sea como fuere, todos en mayor o menor medida sufrimos cuando algún ser querido muere y temblamos cuando pensamos en nuestra propia muerte.
Para nosotros como cristianos la respuesta está en Cristo, en su vida y en su Palabra. Las lecturas de hoy precisamente nos enseñan qué es lo que la Palabra de Dios nos dice sobre este tema, qué podemos esperar cuando la muerte nos alcance.
La primera lectura nos ha hablado de esos siete hermanos dispuestos a morir porque vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Y en el Evangelio, Jesucristo insiste en la idea de que los muertos resucitan y que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos.
La Palabra de Dios enseña que nuestra vida continúa después de la muerte y que hay una resurrección. En otras ocasiones Jesús nos habla del juicio de Dios, del Cielo y del Infierno, pero en ésta incide en la vida más allá de esta vida. En el Credo rezamos: “creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, en la comunión de los santos en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. ¿Cómo será eso? Pues, en gran parte no sabemos, pero seguimos mirando a Cristo y, por ello, sabemos que será a semejanza de su resurrección.
Hemos estado días atrás yendo al cementerio a rezar y recordar a nuestros seres queridos fallecidos. Cuando hablamos de ellos nunca digamos: “se llamaba fulanito o menganita”. No. No se llamaba, se llama, porque están vivos. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Los cristianos llevamos esta esperanza en nuestra fe y en nuestro corazón. Por eso rezamos y le pedimos al Señor que nos consuele internamente para superar el dolor por la muerte y mantener siempre la fe, la esperanza y la alegría. Pero, sobre todo, rezamos incesamente, y lo hacemos en todas las misas, para que nuestros difuntos, que viven, no se condenen, sean purificados, se salven eternamente y gocen del Cielo.
¿Qué enseña Jesús sobre la vida después de la muerte? Que hay otra vida. En otros momentos nos hablará, ya lo he dicho, del juicio que tendremos al morir, pero hoy nos recuerda que la muerte no es el final. Y si creemos en la promesa de vida eterna que nos ofrece Cristo y la tomamos en serio, nos daremos cuenta de que la muerte sólo duele, pero no mata y es un dolor que nos abre las puertas al amor pleno e infinito de Dios.
Tengamos fe en la otra vida, que ellos nos ayudará a vivir como Dios manda llenos de ilusión, esperanza y eternidad. La Virgen María, asunta en cuerpo y alma en el Cielo, nos acompaña en este camino y es especialmente nos agarrará de la mano cuando crucemos el umbral de la muerte.