Homilía del 33º Domingo del Tiempo ordinario (lecturas)
Cuentan de una mujer que va al dentista y cuando está en la sala de espera se fija en el diploma que el dentista tiene en la pared. “Fulano de tal y de cual”. Le sonaba mucho el nombre y se preguntaba si no sería un chico de instituto del cual se enamoró y que no veía desde entonces. Cuando le llegó su turno y vio al dentista desechó totalmente la idea: no podía ser tan viejo para haber estudiado con ella en aquel entonces. Calvo, rechoncho, arrugado… Imposible. Sin embargo, le picaba la curiosidad y le preguntó:
– Disculpe, ¿no habrá estudiado usted en el instituto Santa María la Blanca?
– Sí, soy de la promoción de 1980.
– ¡Anda! Entonces, estuvo usted en mi clase.
– ¿En su clase? ¡Qué casualidad! ¿De qué era usted profesora?
Menudo bajón.
Muchas cosas que admiramos en esta vida nos impresionan y nos parecen bellísimas, sin embargo, la vida rápidamente nos recuerda que todo pasa: un amanecer, un cielo estrellado, una mujer o un hombre, un edificio precioso… todo cumple años y todo pasa fugazmente.
En el Evangelio de hoy aparecen junto al Señor unos que admiraban la belleza del templo de Jerusalén, que debía ser algo imponente. De hecho, Flavio Josefo, historiador judío, lo describe así: «No había nada en todo el aspecto interior del templo que no arrebatase los ojos de admiración y no impresionase el espíritu». Hoy lo consideraríamos una de las maravillas del mundo. Pero, más allá de eso, el templo de Jerusalén era el centro y la vida del pueblo judío, el signo de su propia identidad, algo mucho más que un edificio.
Ante esa admiración, Jesús echa un jarro de agua fría: Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra. Así fue. El general romano Tito tomó Jerusalén en el año 70 d. C., después de tenerla sitiada durante cinco meses, y destruyó el templo. De aquel grandioso templo de Salomón reconstruido por Herodes sólo quedó el Muro de las Lamentaciones, que el general Tito dejó para que los judíos recordasen que habían sido vencidos por Roma.
Jesús no se detiene ahí, continúa, anuncia más cosas: Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. En cuántos acontecimientos de la historia y de la vida de las personas estas palabras de Jesús se van cumpliendo y seguirán teniendo cumplimiento.
Son frases con las que Jesús asume situaciones dramáticas ocasionadas por el hombre y calamidades naturales como algo que pertenece a la historia del mundo. Han sucedido, suceden y sucederán. Pero, también, dice: cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Y, al final del Evangelio de hoy: ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
A menudo nos preguntamos por el futuro. Vemos muchos signos que no nos aventuran nada bueno. Muchas personas vienen preocupadas a la Iglesia preguntándose «¿y qué va a pasar ahora?» No estamos en un clima social, político, cultural fácil. Otros, les visitas en sus casas o en el hospital y quisieran que llegase pronto el fin de su vida, porque parece que es la única manera de que acabe el sufrimiento. Hay quien se ve en multitud de dificultades y lo mandaría todo a la porra en un santiamén (¿y quién de nosotros no lo comprendería?). Pero no es ese el camino.
Jesús insiste: No tengáis miedo, con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Nos invita a la confianza, a no temer el futuro, ni siquiera el más oscuro, porque en nosotros hay un templo en el que habita Dios mismo que sólo se derrumba si se destruye la fe.
Hay muchas cosas que nos pueden llevar a desconfiar, a desanimarnos, a tirar la toalla, a rendirse. A dejar de amar y confiar en Dios y dejar de amar y entregarse a los demás, pues, ¿para qué? Jesús nos dice que perseveremos. Perseverar en el amor, en nuestras amistades, en nuestros valores, en la comunión con la Iglesia, en los sacramentos, en la vida de oración, en el servicio al prójimo. ¡Qué gran testimonio!
Cuando decimos perseverancia, en el fondo estamos hablando de fidelidad, que no es otra cosa que el amor que perdura y se mantiene en el tiempo contra viento y marea. Hoy podemos hace una oración con la Virgen María, que es pedirle a Dios que perseveremos, que seamos fieles y no nos cansemos de amar, en primer lugar a Dios y luego a todas esas personas a quienes nuestra existencia está unida por diversas razones y con distintos vínculos.
No tengáis miedo, con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.