Homilía del 3º Domingo de Cuaresma (lecturas)
Una de las cosas que a veces me pesan es el no haber estudiado con interés ciertas asignaturas. Tanto de chaval como en el seminario hubo cosas que estudié para aprobar y ya está y eso vale para currículum, pero no para la vida. Entre ellas me pesa el no haber estudiado bien historia, porque a veces quiero aprender de ella para vivir mejor el presente y tengo que hacer mucho esfuerzo y emplear mucho tiempo en recuperar lo que he olvidado por haber estudiado para aprobar y no para aprender.
Me ha pasado con un hecho histórico del que quiero hablar hoy. Japón fue evangelizada con gran éxito por san Francisco Javier y los jesuitas desde 1549. Más tarde llegaron dominicos, agustinos y franciscanos. Sin embargo, en 1587 el emperador decretó la expulsión de los misioneros extranjeros y, a partir de ahí, comenzó una persecución de varias décadas que ha dejado muchos mártires. La situación se agravó cuando Japón decidió cerrar sus puertas al mundo occidental en 1638. Ningún misionero pudo acceder a la isla.
En 1853, el aislamiento internacional se rompe. Barcos estadounidenses llegan a Japón y, posteriormente, lo harían rusos, franceses y británicos, especialmente tras el Tratado de Kanagawa. Con ello llegaron también los misioneros. En 1865 se abrió la primera iglesia católica en Japón, después del aislamiento. Les esperaba una sorpresa: acudieron a la iglesia cristianos nativos que estaban escondidos. Encontraron unos 50000 cristianos que habían mantenido la fe durante unos 240 años sin sacerdotes, sin eucaristía ni confesión y sin biblias.
¿Cómo fue posible? Hay tres cosas que alimentaron la vida de fe de los japoneses durante ese largo período sin sacerdotes ni sacramentos:
- Las Confrarias. Así llamaban sus comunidades, que es el término portugués que significa «confraternidad». Los japoneses mantuvieron la fraternidad en las comunidades que se habían formado en tiempos de los misioneros, en las cuales éstos se habían ocupado también de formar laicos que las dirigiesen. Ellos se ocupaban de bautizar y enseñar catequesis.
- La «Profecía del catequista Sebastián»: Sebastián fue un catequista que sufrió el martirio en el s. XVII. cerca de Nagasaki. Entre los católicos ocultos de Japón se transmitió una profecía suya en la que decía que «cuando hayan pasado siete generaciones llegará una nave negra, en la que habrá algunos confesores. Y entonces las personas podrán confesarse, incluso cada semana». Esta profecía fue una gran fuente de esperanza para ellos, signo de que Dios no les abandonaba, sino que les enviaría el auxilio oportuno.
- Una oración de contrición. Como no podían confesarse, recitaban una oración de perdón que llamaban la «orasho». En ocasiones, si eran obligados a pisar la imagen de Jesús durante alguna persecución, al llegar a casa la recitaban con la firme convicción de que Jesús les perdonaba y con la firme esperanza de que un día tendrían sacerdotes que los confesasen. Era como su «Yo confiesto».
Y como testimonio de que trataron de conservar la fe recibida lo mejor que pudieron, tenían preparadas tres preguntas para reconocer a los «confesores» de la profecía de Sebastián. Primera: «¿Es usted célibe?». Segunda: ¿Cuál es el nombre de su jefe en Roma?». Tercera: «¿Venera usted a la Santísima Virgen María?». Con estas preguntas aceptaron al P. Petitjean, que fue el impulsor de la primera iglesia católica allí, tras la vuelta de los misioneros a Japón. No fueron preguntas baladí, porque antes del P. Petitjean los católicos escondidos de Japón encontraron una iglesia protestante y fueron a comprobar si esa iglesia era de su misma fe. Cuando la mujer del pastor protestante salió a su encuentro abandonaron rápidamente ese lugar.
Hay muchas cuestiones en torno a estos hechos, pero no me quiero alargar en ello. Creo que la cuestión es ver cómo nuestro Señor cuidó a aquellos cristianos durante tan largo período de tiempo y ellos supieron poner en juego los medios que tuvieron al alcance para vivir su fe y manifestar su amor a Dios en la clandestinidad.
Hoy vivimos circunstancias muy especiales y duras no sólo en España, sino en casi todo el mundo. Ayer hablaba con una persona de Honduras y me decía que allí están parecido que aquí, pero sin los medios que tenemos aquí. Enfermos, fallecidos, cuarentena, sanitarios trabajando a destajo, personas perdiendo sus trabajos y medios de vida… qué les voy a contar que no sepan. Cuando eso sucede en circunstancias «normales», los cristianos nos refugiamos en la Eucaristía, la confesión, el sacerdote, la parroquia, etc. Hoy no podemos. El coronavirus nos confina, por caridad y responsabilidad, en nuestras casas. Está bien querer ser mártir, pero no puedo exponer a los demás a un peligro grande. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está la confianza en Él?
Hoy las lecturas de misa nos dan respuesta a nuestras preguntas. Primera lectura. Cuando el pueblo de Israel guiado por Moisés, tras salir de Egipto, se encuentra en el desierto y se muere de sed murmura contra Moisés: ¿Por qué nos ha sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? Y Dios escucha sus lamentos y genera allí mismo una fuente para que beban. Tras ello Moisés les hace reflexionar: ¿Está el Señor entre nosotros o no?
Evangelio. En diálogo con la samaritana, Jesús dice una cosa muy potente espiritualmente: El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. En la Biblia, el agua siempre es símbolo del don de Dios, de su gracia. Jesús promete su don espiritual, que no es otro que el amor de Dios en nuestros corazones. Un amor que es luz, compañía, fuerza, consuelo y un montón de frutos en nuestra alma para cada momento de nuestra vida y para la vida eterna. Sabemos que la fuente habitual de ese agua y ese don son los sacramentos. Pero, Dios no está limitado a ellos. Nuestra confianza en Dios también está en saber que Él nos cuida de muchas maneras. Y si alguien tiene imaginación, audacia y capacidad para acercarse a nosotros en este periodo de tribulación es Él.
En el lenguaje de las campanas hay un toque que hace mucho que no se usa. Estamos acostumbrados a las campanas de las misas, las de fiesta y las de difuntos. Antiguamente se tenía también el toque de arrebato. Cuando había una catástrofe las campanas de la Iglesia tocaban a arrebato y todo el pueblo salía a ayudar en la catástrofe. Hoy el toque de arrebato es a quedarnos en casa y buscar a Dios en la cuarentena. Es a poner en marcha nuestras «confrarias» para que el aislamiento no nos aparte del hermano. Tenemos muchos medios al alcance para que nuestra amistad con Cristo no se apague y aumente. Y tenemos una historia detrás que nos habla de la valentía y audacia con la que nuestros antepasados en la fe se han mantenido unidos a Cristo incluso cuando no tenían ni sacerdotes ni biblias.
Desde aquí os hago partícipes a todos de que donde un sacerdote está celebrando la misa, allí está toda la Iglesia. Por lo tanto, en cada misa estáis vosotros, junto con los enfermos, quienes los cuidan, personal sanitario, fuerzas de seguridad, la gente que se ocupa del abastecimiento, quienes no pueden teletrabajar, los que están perdiendo sus trabajos o entrando en quiebra, los que se han tenido que quedar lejos de sus familias, los fallecidos, por quienes no han podido acudir al entierro de un ser querido o hacerle un funeral… en fin, tantas situaciones y tantas vidas a lo largo y ancho de este planeta.
El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed. En la tribulación y el sufrimiento Dios nos sigue cuidando, incluso de modos que nos son desconocidos.