Homilía del 28º Domingo del Tiempo ordinario (Mt 22, 1-14)
Salvo los más jóvenes lectores, seguro que todos recordamos aquél clásico de Disney de 1955 «La dama y el vagabundo». Estaba basado en una novela del mismo nombre cuyo autor fue Ward Green y contaba el amor imposible de un perro vagabundo llamado Golfo y una preciosa perrita cocker llamada Reina, perteneciente a una familia de clase alta. Famosísima es la escena en la que ambos perros cenan spaghetti en la calle, empiezan a tirar cada uno de un extremo de un spaghetti hasta que se juntan sus labios perrunos en un beso accidental.
En multitud de ocasiones las novelas, óperas y películas nos traen historias parecidas de amores imposibles. Romeo y Julieta, Cyrano de Bergerac y Roxane, Madamme Butterfly, Eduardo Manostijeras, un montón, cada uno con su desenlace propio. Unas, como La dama y el vagabundo, terminan bien y otras, como Madamme Butterfly, tienen el final típico de las tragedias. También la Sagrada Escritura, a lo largo de todos los libros que la componen, nos trae un romance. No importa el libro de la Biblia que leas, siempre estarás leyendo una historia de amor: la historia de amor entre Dios y la humanidad, entre Dios y cada uno de los seres humanos. Se trata de un amor inaudito, imposible, pero, a la vez, muy real. Es el amor de Dios, que se ha enamorado hasta tal punto del ser humano, que envía a su propio Hijo a hacerse uno de nosotros para que podamos compartir su vida y su destino. Dios quiere que vivamos eternamente a su lado o, más bien, en su corazón.
No debería extrañarnos entonces que el Evangelio de hoy hable del reino de Dios como de una gran boda (El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo). Es la metáfora escogida por Jesucristo para hablarnos del Cielo. Fijémonos que Jesús no hace la comparación hablando de una boda cualquiera. Es una boda imponente, un auténtico bodorrio, porque no es la boda de cualquier mindungui, sino la boda del hijo del rey. Se trata de una metáfora muy bien traída por Jesús (no podía ser de otra manera tratándose de Él, jajaja), porque indica dos cosas fundamentales sobre el Cielo: primera, que allí compartiremos la vida con Él y nuestro gozo profundo será sentir su inmenso amor (vamos, que en el Cielo nos vamos a morir de amor); segunda, allí sólo habrá lugar para la alegría (por eso en la parábola se habla de la celebración y el banquete, que es la alegría compartida). Y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, que diría el Apocalipsis (Ap 21, 4).
La cosa es que en la parábola el rey lo tiene todo listo pero los invitados, que son multitud, no quieren ir, pues están cada uno a sus cosas. Incluso algunos deben tener odio hacia el rey porque nos dice que cogieron a los criados que llevaban la invitación y los mataron. El rey, sin embargo, tras hacer justicia, no se desanima y reitera la invitación sin distinción ninguna, a todo el que pille (Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda). Y así, la sala del banquete se llenó de comensales. Todo ello significa que Dios es generoso con nosotros y su amor no tiene medida. Dios quiere la felicidad eterna de todos. Sin embargo y, sorprendentemente, no todos los que reciben la invitación de Dios la aceptan e, incluso, hay quien la rechaza de mala manera. Es el misterio de la libertad humana que puede rechazar a Dios. Cuando al final del Evangelio leemos lo de arrojadlo fuera, a las tinieblas o allí será el llanto y el rechinar de dientes y otros pasajes evangélicos que se expresan de modo parecido en clara alusión al Infierno y la condenación eterna, hemos de entenderlos en este sentido: el hombre que no quiere tener nada que ver con Dios y éste, que respeta su libertad hasta sus últimas consecuencias. ¡Qué fuerte!
Vale, pero la sala del banquete se llenó de comensales. Efectivamente. Muchos también tienen experiencia de que Dios lo es todo y ponen la amistad con Él lo primero en su vida. No hay palabras humanas para expresar lo que supondrá para ellos el encuentro con Dios al final de la vida. Gozo, alegría, paz, luz, serenidad, belleza, bondad, amor… todo se queda corto para la esperanza que nos ha sido prometida.
En el fondo, estamos escribiendo nuestra la novela de nuestra relación con Dios. Si acaba a lo Madamme Butterfly o como La dama y el vagabundo va a depender mucho de nuestra respuesta a la declaración de amor que Dios ha hecho en la cruz. Santa María Madre de Dios nos alcance un corazón dispuesto a escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra.